lunes, 25 de septiembre de 2017

El golpe de estado a Juan Bosch. Miguel Guerrero

Por: Miguel Guerrero

El primero en llevar la noticia del golpe fuera del Palacio Nacional fue un joven de veinte años, sobrino del Presidente, que no pudiendo controlar la curiosidad fue a toda prisa al despacho de su tío cuando se propalaron rumores de que algo olía mal en la sede del Poder Ejecutivo. Su involucramiento empezaría alrededor de las once de la noche del martes 24.

A esa hora, Fernando Ortiz Bosch se encontraba en el bar del Hotel Paz (después Hispaniola), en compañía del ministro de Educación, Buenaventura Sánchez Féliz. Ese era su lugar habitual de reunión y nada extraño tuvo que su madre, Ángela Bosch de Ortiz, hermana del mandatario, le llamara allí para informarle de “un movimiento raro” en el Palacio. Sin pérdida de tiempo, Fernando condujo su Chevy Nova modelo 1962 hasta allí y subió rápidamente las escaleras logrando entrar al despacho presidencial. Permanecería unas dos horas en el lugar, ocupando su tiempo con entradas y salidas del despacho. La atmósfera se tornaba tensa a medida que llegaban los ministros convocados por Bosch y los jefes militares, portando éstos últimos armas largas. Cuando los oficiales ordenan la brusca salida de los civiles del despacho, Fernando Ortiz Bosch decide que es tiempo de él irse también para su casa. Baja por un ascensor y al disponerse a abordar su automóvil lo detiene el coronel Manuel Ramón Pagán Montás.

Haciendo acopio de sangre fría, el joven le espeta:

-¡El general Viñas Román me dice que me vaya y usted me detiene! ¿Qué hago, dígame?

-¡Váyase!- le responde autoritariamente.

Fernando no se hace repetir la orden y abandona el recinto del Palacio Nacional, dejando allí a su tío, el Presidente de la República, a merced de los militares.

Se dirige entonces a su casa, en la calle Polvorín, a poca distancia del céntrico Parque Independencia, para informar a su madre del golpe. En el trayecto alcanza a ver, pese a la oscuridad, a Rafael Faxas (Pipe), un alto dirigente del Catorce de Junio, que subía a pasos acelerados por la calle Estrelleta, abotonándose la camisa. Fernando Ortiz detuvo su marcha, sólo por unos instantes, frente al restaurante de Men, el chino, en la esquina de la Arzobispo Nouel, para advertir a su amigo Pipe de cuanto estaba ocurriendo. Faxas echó a correr en dirección desconocida.

Ya en su casa, Fernando le contó a su madre todo lo que había presenciado. Como testigo ocular de los hechos, él sabía la identidad de los golpistas. Si algo le ocurría a Bosch, Fernando sería un testigo excepcional. Por tanto, debía ponerse a resguardo. Su madre, que ejercía una gran autoridad sobre él, le ordena que se asile. En tanto, ella toma el teléfono y consigue, después de algunas dificultades, entablar comunicación con Luis Amiama Tió. Su hijo, le dice, se encuentra asilado con una lista de todos los que habían tomado parte en el derrocamiento del Presidente. Por tanto tenían que garantizarle la vida de Bosch, su hermano.

Mientras su madre trataba de comunicarse con Amiama, Fernando fue en busca de su amigo Ángelo Porcella, un abogado y hacendado simpatizante del Gobierno. Porcella vivía en la número uno de la calle Duarte, en la zona colonial, ante un pequeño parque situado frente a la Iglesia del Convento, donde Ortiz deja su auto al cuidado de su amigo. Y en carro de éste, un Fiat blanco, se dirigen a la sede de la embajada de México. Cuando llegan allí eran las 7:30 a.m. y la ciudad, ajena en gran parte todavía al golpe de estado, empezaba a cobrar su ritmo habitual.

Estaba Ortiz en la galería, tocando a la puerta de la embajada, cuando el chirrido brusco de neumático les hizo volver la cara. Del automóvil de los hermanos Gianni y Liliana Cavagliano se apeó Manolo Tavárez, quien de inmediato salta la pequeña verja de la casa y se le une. El embajador Ernesto Soto Reyes les recibió él mismo y les permite entrar al ser informado del golpe.

En la residencia del frente, donde vivía el coronel piloto Guarién Cabrera, se había doblado la custodia militar.

Fernando Ortiz pasaría varios días junto con Manolo Tavárez en la embajada de México. Más tarde, ese mismo miércoles 25, se refugiaron allí otros tres jóvenes alegando persecución política. Manolo y Fernando tenían la sospecha de que se trataba de policías enviados para vigilar al primero. Así lo dijeron al embajador y éste aisló a los “sospechosos” en una habitación. En los días siguientes al golpe, las autoridades creían que era Máximo López Molina, el líder del Movimiento Popular Dominicano (MP) y no Manolo quien estaba oculto en la embajada. Tavárez y Ortiz llevaban pistolas al cinto cuando llegaron a la sede diplomática. El embajador Soto Reyes se las quitó pero las puso en un lugar accesible en la eventualidad de que ambos las necesitaran. Esa noche, Manolo se puso melancólico mientras tumbaban cocos en el patio de la embajada. Hablaban del futuro. El líder del Catorce de Junio le confió que no tenía más camino que las guerrillas. Fernando trató de disuadirle explicándole que no existían condiciones para un alzamiento. Manolo admitió que lo entendía, pero él carecía de opciones.

-Yo he empeñado mi palabra. Y no puedo ser menos que Minerva (su esposa asesinada), ni ante mis hijos, ni ante mi país.

Fernando notó que Manolo tenía húmedos los ojos.

El líder izquierdista salió voluntariamente de la embajada días después, en horas de la madrugada, tal y como había llegado, saltando por una verja. Fernando Ortiz, en cambio, lo hizo con un salvoconducto a México, junto con otros cinco asilados, el 4 de octubre.

El golpe de estado estropeó la luna de miel de otro miembro de la familia del Presidente. Su sobrina Milagros Ortiz Bosch, de 22 años, hermana de Fernando y asistente del mandatario, días antes había contraído nupcias con Joaquín Basanta, un argentino muy íntimo de Bosch y del presidente Rómulo Betancourt de Venezuela. Las bodas tuvieron lugar el sábado 21 y la pareja se fue de luna de miel al hotel Hamaca de Boca Chica. El domingo 22 se trasladaron al Hotel Montaña, en Jarabacoa.

Allí, esa noche, Milagros recibe una llamada telefónica del coronel Calderón con instrucciones del Presidente ordenándoles regresar de inmediato. “Hay problemas”, le dijo escuetamente. La pareja hizo las maletas y estuvo de regreso esa misma noche. En la casa de Bosch, se observaba una creciente expectación. Bienvenido Hazim Egel, Homero Hernández, Rafael Ellis Sánchez, este último de la seguridad del Presidente y Sacha Volman, apenas podían controlar la excitación. Bosch también abrigaba temores de una acción militar en su contra. Las informaciones le llegaban a través del Presidente de la Cámara de Diputados, Rafael Molina Ureña, que era su enlace con el coronel Fernández Domínguez. Los contactos entre éstos se realizaban en una pequeña casa de madera, propiedad del congresista, situada en la carretera Duarte, frente al barrio Los Prados. Milagros supo que el embajador Martin había visitado varias veces ese día al Presidente.

El martes 24, Día de Las Mercedes, parecía que la amenaza de un golpe había sido superada. Milagros y su esposo Joaquín Basanta pernoctaron la noche del lunes en casa del Presidente. En la tarde del martes, el propio jefe del Estado le dijo a la pareja que podían regresar a Jarabacoa, de donde él los había sacado, para terminar su luna de miel. “Todo está bajo control”, les asegura.

Confiados en que todo se ha arreglado y que el Gobierno ha conseguido salvar una crisis importante, Milagros y su esposo parten de nuevo, pero esta vez directamente hacia Sosúa, a disfrutar por fin de unos merecidos días de asueto, sol y playa en la intimidad.

Su ansiedad fue en aumento, sin embargo, al notar movimientos inusuales de tropas en la carretera. En el Cruce de Imbert se encuentran con el coronel Marcos Rivera Cuesta, subjefe del Ejército, quien les dice que los soldados y los blindados se dirigen a la frontera.

Tan pronto como hacen presencia en el hotel en Sosúa, en horas de la madrugada del miércoles 25, un maletero les informa rumores sobre un golpe de estado. Entre varias llamadas, Milagros hace una a su casa. Su madre, Ángela, enterada poco antes por su otro hijo Fernando de cuanto estaba ocurriendo en el Palacio Nacional, se lo confirma. Es una tragedia. Basanta recomienda irse del hotel, previniendo un registro en la búsqueda de ambos. Milagros, pese a su juventud, es una asistente de Bosch muy influyente, con tareas de Gobierno importantes bajo su responsabilidad directa. Guardan las maletas de nuevo en el baúl del pequeño Herald Triumph de Milagros que dejan en el parqueo y en la parte posterior de un camión de carga se trasladan a Santiago. Allí consiguen moverse a Santo Domingo en una camioneta, encima de inmensos racimos de plátanos. No era ésta precisamente la idea que ambos tenían de cómo pasar una luna de miel.

Después de una lenta e incómoda travesía, la pareja se detiene en una estación gasolinera a la entrada de la capital, en el kilómetro nueve. Milagros llevaba un pañuelo amarrado a su cabeza. Desde un teléfono público del negocio llama al número privado del aparato que Bosch tenía en la esquina derecha de su escritorio. Eran aproximadamente las dos y media de la tarde del miércoles 25. El propio Bosch levanta el auricular y reconoce inmediatamente su voz cuando ella le dice:

-Mis enemigos se creen que yo estoy bajando y yo me siento de pie sobre la tumba-, era una frase del prócer Fernando Arturo de Meriño, que ella trató de recitar de memoria para darle aliento. Bosch sólo acierta a recomendarle:

-Milagros, ¡cuídate!- añadiendo -¡Qué bueno que llegaste!

Después de dar vueltas por la ciudad, sin rumbo fijo, la pareja se dirige al Hotel Jaragua, cuyo administrador, Eddy Bogaert, les consigue una habitación. En este hotel permanecerían varios días, cambiando constantemente de habitación, por razones de seguridad. Lo primero que hizo Milagros fue teñirse el pelo de negro a blanco y colocarse unos lentes gruesos que modificaron completamente su apariencia. Basanta, que no era muy conocido, no tuvo necesidad de nada parecido.

La sobrina del Presidente derrocado hizo contacto con Ana Elisa Villanueva de Majluta, la esposa del ministro de Finanzas, detenido también en el Palacio Nacional. Con su ayuda trata en vano de reunir al partido. Tampoco logran ponerse en comunicación con oficiales adictos al Gobierno. Desesperadas, las dos mujeres deciden entonces presentarse a las puertas del mismo Palacio, lo cual hacen a las seis de la mañana del jueves 26. Ana Elisa empieza a gritarle improperios a los militares de puesto y atraído por el escándalo unas horas después baja ante ellas el general Hungría Morel, jefe del Ejército.

Presa de la indignación, Milagros le reprocha, rechazándole el saludo:

-General, a la mano que desconoce la voluntad del pueblo, no la voy a tocar.

Él le responde:

-¿Qué quieren ustedes?

-¡Entrar!

El general Hungría les permite entrar al Palacio y ambas se dirigen directamente al despacho de Bosch, cruzando entre pasillos llenos de militares fuertemente armados. Bosch tenía un aspecto de cansancio, con naciente barba y una bata de un fuerte color azul. Milagros comprende que no dispone de mucho tiempo y trata de acelerar la conversación. Hablan sobre el partido. No existe. De una reacción popular. No hay condiciones. De un contra-golpe militar. Eso puede producir un baño de sangre. Bosch decide enviar un mensaje al pueblo. Milagros lo alienta a escribirlo ahí mismo, de su puño y letra, para ellas darlo a conocer afuera, al país, al mundo, que observa con ansiedad y expectación el curso de los acontecimientos dominicanos. Bosch se sienta a redactarlo. Su mano corre firme sobre el papel. Sus ojos azules cobran de pronto vida, con una luz fulgurante, que no tenía cuando momentos antes las dos mujeres penetraron a la oficina.

Ana Elisa toma el mensaje, escrito a ambos lados de una sola página y lo guarda en su ropa interior, a resguardo de un posible registro. Animadas abandonan el despacho dejando al Presidente solo. Minutos más tarde, en la casa de la calle Polvorín, las dos mujeres entregan copias del documento de Bosch a la prensa. Tres periodistas dominicanos –Luis Ovidio Sigarán del Listín Diario y Manuel de Jesús Javier García y Manuel Pourié Cordero, de El Caribe- que las habían seguido tras haberlas vistos penetrar al despacho de Bosch, le preguntan cómo han dormido el ex Presidente y sus ministros detenidos.

-Han dormido el sueño plácido de los que no se han manchado- respondió la sobrina del presidente derrocado.

De ahí Milagros parte a una reunión clandestina con el secretario general del PRD, José Francisco Peña Gómez. Entre ambos redactan el primer documento que el partido daría a publicidad contra el golpe de estado.

El mensaje de Bosch fue publicado en las ediciones del Listín Diario y El Caribe del viernes 27 de septiembre. El texto decía:

“Al pueblo dominicano:

Ni vivos ni muertos, ni en el poder ni en la calle se logrará de nosotros que cambiemos nuestra conducta.

Nos hemos opuesto y nos opondremos siempre a los privilegios, al robo, a la persecución, a la tortura.

Creemos en la libertad, en la dignidad y en el derecho del pueblo dominicano a vivir y a desarrollar su democracia con libertades humanas pero también con justicia social.

En siete meses de gobierno no hemos derramado una gota de sangre ni hemos ordenado una tortura, ni hemos aceptado que un centavo del pueblo fuera a parar a manos de ladrones.

Hemos permitido toda clase de libertades y hemos tolerado toda clase de insultos, porque la democracia debe ser tolerante; pero no hemos tolerado persecuciones, ni crímenes, ni torturas, ni huelgas ilegales, ni robos, porque la democracia respeta al ser humano y exige que se respete el orden público y demanda honestidad.

Los hombres pueden caer pero los principios no. Nosotros podemos hacer pero el pueblo no debe permitir que caiga la dignidad democrática.

La democracia es un don del pueblo y a él le toca defenderla.

Mientras tanto, aquí estamos, dispuestos a seguir la voluntad del pueblo.

Juan Bosch, Palacio Nacional, 26 de septiembre del 1963”.

Por otra parte, el comunicado redactado por Milagros Ortiz Bosch y Peña Gómez llamaba al pueblo a resistir a “los traidores” que habían dado el golpe y del que se hace referencia más arriba.

Santo Domingo vivió una de sus jornadas más agitadas y excitantes el miércoles 25, tras conocer el derrocamiento del Gobierno constitucional. Muchos hombres y mujeres tuvieron que esconderse o asilarse para salvar sus vidas o evitar ir a la cárcel o el exilio.

Temprano en la madrugada, Carmen Palacios, esposa de Ángel Miolán, jefe de la maquinaria del Partido Revolucionario Dominicano, oyó un ruido en las escaleras y fue a indagar. Los esposos Miolán vivían con sus tres hijos –Rafael (Fello), Carmen Victoria y Ángel Francisco, de 18, 16 y 12 años de edad, respectivamente- en el segundo piso de una modesta vivienda ubicada en la calle 19 de Marzo, frente a la residencia del doctor Viriato Fiallo, líder de la Unión Cívica Nacional. Carmen regresó asustada a la habitación donde dormía su esposo y le informó que policías con ametralladoras al mando del coronel José de Jesús Morillo López, estaban buscándole para hacerle preso.

-¡Esto se acabó!- le dijo su esposa, quien había cerrado las rejas que daban acceso a las habitaciones, lanzando las llaves hacia adentro.

La mujer le dijo a los policías que su esposo no se encontraba, sino que estaba reunido con Bosch. Los agentes habían escuchado afuera una conversación que terminó de convencerlos de que Miolán no se encontraba dentro de la casa. César Roque, diputado del PRD, había preguntado al sereno del edificio por Miolán. El hombre le dijo que le había visto salir para el Palacio Nacional. Roque partió raudo por la 19 de Marzo hacia arriba. La patrulla policial decidió seguirle.

Miolán, de 49 años, estaba profundamente disgustado con Bosch. El día anterior, feriado de Las Mercedes, se presentó en el Palacio con la intención de hacerle una serie de reclamos en beneficio del PRD. Era temprano en la mañana y Bosch no estaba aún en su despacho. Pero logró conversar con el vicepresidente González Tamayo y con Majluta, el ministro de Finanzas. Miolán les dijo que estaba indignado y que ellos debían hacerle saber a Bosch su decisión de producir un rompimiento a menos que el Presidente no modificara su actitud hacia el partido.

A su regreso a casa esa noche, Miolán descolgó el teléfono para encontrar un poco de tranquilidad, debido a que Carmen, su esposa, estaba padeciendo de un ataque de migraña. El enfado de Miolán con Bosch tenía su origen en el rechazo de éste de las recomendaciones que el primero les hacía a favor del partido o de su militancia. Las diferencias llegaron tan lejos que en una oportunidad, recordaría Miolán, Bosch ordenó que cerrara el partido y pusiera candados a sus locales. Para evitar una crisis, Miolán pidió la cooperación del presidente Betancourt, quien envió un mediador para resolver el conflicto. Bosch aceptó hablar con el mediador venezolano, amigo de ambos. Pero no dio su brazo a torcer. Finalmente forzó a Miolán a convertir los locales del PRD en escuelas de alfabetización. Bosch era, definitivamente, según Miolán, “un saco de pasiones”.

Cuando los agentes abandonaron su casa, yendo detrás del jeep del diputado César Roque, Miolán discó el número de la embajada de Venezuela y contó al embajador Guido Groscor que habían derrocado a Bosch. Miró el reloj y comprobó la hora: cinco de la mañana. El embajador le dijo que estuviera listo en pocos minutos en la puerta de la casa, donde él mismo pasaría a recogerle, lo cual hizo.

Tan pronto como Carmen vio a su esposo abordar el vehículo del embajador Groscor, instruyó a su hijo mayor, Rafael, que le siguiera por si su padre era interceptado por la Policía. Una patrulla reconoció el vehículo de Miolán detrás del automóvil con placa diplomática e hizo fuego contra él. Rafael regresó poco después, ileso, a su casa, con la noticia de que su padre había llegado a salvo a la embajada.

Groscor recibió esa misma mañana un cable cifrado de la Cancillería de su país anunciando el cierre de la misión y el rompimiento de relaciones en protesta por el golpe de Estado. Groscor lee el mensaje a Miolán y lo lleva el mismo a la embajada de Colombia donde permanecería cinco días.

Tres hombres que nada tenían que ver con el golpe, fueron testigos excepcionales de éste: Bienvenido Hazim Egel, de 34 años, diputado al Congreso Nacional por el Partido Nacionalista Revolucionario Democrático (PNRD), del general Ramírez Alcántara y director de Deportes, habíase presentado a casa de Bosch la noche anterior, al difundirse el rumor sobre una grave crisis política. Allí se encontró con el embajador Homero Hernández Almánzar y Rafael Ellis Sánchez Cambiaso (Pupito), subdirector del DNI, el organismo de seguridad del Estado.

Temiendo lo peor, toman sus ametralladoras y se dirigen al Palacio. La entrada posterior, hacia la avenida México, estaba ya fuertemente custodiada y no se les permite de inmediato la entrada. Tan pronto como se identifican son desarmados. En eso ven llegar al periodista Bonilla Aybar, severo opositor del gobierno, a quien en cambio permiten ingresar. Este hecho les basta para percatarse de cuán crítica es la situación.

-¡Esto se jodió!- dice Hazim, enviando un mensaje al general Viñas Román, quien buen rato después les permite pasar, con otros civiles que comenzaron a llegar unos tras otros. Horacio Julio Ornes, Celito Báez, Juan Isidro Jimenes Grullón, Ángel Severo Cabral…

Los tres amigos permanecerían en el interior del Palacio hasta las primeras horas del día, cuando el golpe estaba ya consumado. Tuvieron tiempo de presenciar una agria discusión entre Severo Cabral y un oficial. El general Viñas Román corrió a la habitación y le dijo a Severo Cabral que allí mandaban los militares. Disgustado por el golpe, Hazim abandonó con sus amigos la sede del Poder Ejecutivo no sin antes comunicarle al general Ramírez Alcántara su decisión de renunciar del PNRD.

La noticia tomó desprevenidos también a dos importantes figuras públicas, los hermanos Luis y Fernando Amiama Tió. Aunque no eran personas allegadas al Gobierno, sí estaba ligados a Bosch por vínculos de amistad que se remontaban a lejanas época juveniles. Luis fue el primero de los dos en enterarse. Le despertó una llamada de larga distancia de los Estados Unidos. Era Francisco Aguirre (Pancho), un norteamericano de origen nicaragüense, jefe de la familia propietaria del Diario Las Américas de Miami. Aguirre llamaba excitado desde Washington:

-¿Qué haces, Luis?- le preguntó.

-Dormir.

-¿Pero tu no sabes que Bosch fue derribado hace unos instantes?

Amiama saltó rápidamente de la cama y discó el número de su hermano Fernando para referirle la conversación, quedando ambos en juntarse de inmediato en el Palacio. Fernando, quien residía en la avenida Francia, cruzó hasta el edificio del cuartel general de la Policía y le solicitó prestado un jeep al asistente del general Peguero Guerrero. Mientras se dirigía a toda marcha conduciendo él mismo hasta la sede del Ejecutivo, Luis, su hermano mayor, recibía otra llamada telefónica, esta vez de una mujer angustiada, Ángela Bosch de Ortiz, la madre del joven Fernando, el sobrino del Presidente que había presenciado la forma en que los militares llevaban a cabo el golpe de estado.

En la entrada posterior del Palacio, Fernando Amiama distinguió a dos amigos: Homero Hernández y Bienvenido Hazim Egel, que armados trataban de convencer a los oficiales que se les permitiera ingresar al recinto. Amiama sintió que sus dos amigos podían correr un serio peligro y les inquirió que hacían allí en tales circunstancias.

-¡Vinimos a ponernos a las órdenes del Presidente Bosch!- le respondieron con decisión.

Un sentimiento de nostalgia se apoderó de Fernando Amiama mientras penetraba a la sede presidencial donde ya Bosch era un prisionero. Sus recuerdos retrocedieron a la época en que éste se preparaba para marchar al exilio. Él había sido uno de los cuatro íntimos a los que Bosch confiara entonces su intención de quedarse en el extranjero, más allá del límite de un mes de permiso que le concediera el régimen de Trujillo para cumplir un compromiso literario. Podía recordar con perfecta claridad aquel gesto decidido del joven escritor, cuando les dijo: “La suerte está echada”. Él estuvo también con los demás del grupo –Pompilio Brouwer, Virgilio Díaz Ordoñez y Miguel Peguero hijo, poetas y escritores los dos últimos- para despedirle en el puerto, aquel lejano día en que Bosch partía decidido a “combatir la dictadura”. Incluso aún podía recordar, como si el tiempo no hubiera transcurrido, la obstinación de Díaz Ordoñez de permanecer en el muelle, diciendo adiós al amigo con un pañuelo blanco, mientras el barco se perdía en el horizonte.

Fernando Amiama Tió experimentó un repentino sentimiento de dolor interior y se dijo que haría cuanto estuviera a su alcance para aliviar la situación de su antiguo amigo caído en desgracia.

En los días siguientes, muchos funcionarios del régimen depuesto encontraban refugio en la residencia de Luis Amiama Tió, quien los protegió hasta que pudieron salir deportados al exterior. Luis Amiama firmó el manifiesto del golpe de estado, pero no desempeñó cargos en el nuevo gobierno. En cambio, Pompilio Brouwer aceptaría un puesto en el gabinete.

De entre las muchas llamadas que Bosch hiciera o recibiera en el teléfono privado que estaba en un costado de su escritorio, una en particular desataría reacciones en cadena. Manuel de Jesús Eusebio (Chichí), de 30 años, presidente del Comité del Distrito Nacional del PRD, secretario de Asuntos Sindicales del Comité Central y coordinador de la Azucarera Haina, llamó al número de Bosch cuando supo que estaba en marcha un golpe de estado.

Eusebio recibió la noticia de un primo hermano, Víctor Soñé Uribe, médico del hospital militar que funcionaba en el sector universitario. El dirigente sindical previamente había logrado reunir a un grupo de diputados del PRD.

-Tengo todo arreglado para prenderle fuego a la ciudad por los cuatro costados, Presidente –le dijo.

Bosch reprueba la sugerencia y le insta en cambio a actuar con mesura. La violencia, le dice, puede desatar situaciones peligrosas.

-Cero violencia- le repite y cuida tu vida. Hay que estar vivo.

La reunión fue interrumpida por la llegada de unidades del Ejército, que detienen a Eusebio, mientras varios diputados logran escabullirse por el patio, escondiéndose en diferentes casas del vecindario, del ensanche Alma Rosa, en la zona oriental de la ciudad. Eusebio es llevado a la Policía y en el curso de la mañana ante el propio jefe del cuerpo, el general Peguero Guerrero, quien era su amigo.

Unas horas más tarde, el general hizo honor a esa amistad dejándole ir. No tendría que esperar demasiado para arrepentirse de haberlo hecho.

Una de las llamadas realizadas por Bosch no tuvo ningún propósito político. Era una llamada sentimental de un amigo. Bosch marcó el número de la casa de Francisco Comarazamy, jefe de redacción de El Caribe, quien vivía a poca distancia de la entrada principal del Palacio Nacional, en la esquina de las calles Julio Verne y Manuel María Castillo. Desde el balcón del despacho presidencial podía verse la modesta casa del periodista.

Comarazamy contestó el mismo la llamada. Acostumbrado a las emergencias de su trabajo en el diario, el periodista de 51 años no se alarmó al escuchar el timbre del teléfono. Su asombro vendría al identifica la voz del Presidente del otro lado de la línea. Debido a su vieja amistad, que databa de sus años de inquietudes literarias en San Pedro de Macorís, antes de que Bosch partiera al exilio, no guardaban entre ellos las formalidades. En otras palabras se tuteaban. Comarazamy había acompañado a Bosch en su reciente viaje oficial a México y éste al inicio del Gobierno trató en vano de designarle en el puesto de secretario de prensa. Invocando su condición de amigo, el periodista rechazó el honor que el mandatario le dispensaba. Pero ya que había pensado en él, podía designar a su hermano Eduardo, también periodista, en la posición. Bosch estuvo de acuerdo e hizo el nombramiento.

El jefe de redacción de El Caribe notó un cambio en la voz de su amigo, usualmente segura y firme. Ahora sonaba trémula, como la de alguien expuesto a una interminable jornada de trabajo sin descanso, falto de sueño. Fue un saludo poco habitual, que Comarazamy fijaría en su mente para toda la vida.

-Ya todo terminó, Pancho- le dijo Bosch. –Es cierto, han tumbado el Gobierno.

Eran las primeras noticias del golpe para Comarazamy que permaneció tieso escuchando la voz de su amigo. Sonaba lejana, como si le hablara directamente desde el balcón de las oficinas en las que ahora permanecía prisionero. Recordaron algunas experiencias de juventud, en el viejo Macorís del Mar: las lecturas, las ilusiones, los temores de sus íntimas rebeldías frente a un poder que sojuzgaba y los arrinconaba, aprisionando la imaginación, cercenando sus ansias incontrolables de libertad. Todo en unos minutos. Se despidieron.

Para Nassin J. Hued, de 42 años, dirigente del PRD y director general del Parque Zoológico y Botánico, aquel sería un día como ningún otro.

Luego de quedar informado del arresto de su íntimo amigo el periodista Julio César Martínez, director de Radio Santo Domingo, se dirigió a su oficina. Olga, la esposa de Martínez, le había explicado la forma violenta usada por los policías para sacarlo de la casa y llevárselo en un camión como si se tratara de un animal. Hued estaba arengando a los 140 empleados del parque respecto a la necesidad de oponerse al golpe, cuando una patrulla se presentó al lugar. Modificó entonces el tono y empezó a elogiar el cambio de gobierno. Bosch era comunista “y estaba bien que lo derrocaran”. El oficial se alejó satisfecho por lo que había escuchado. Con hombres como el director del Parque Zoológico y Botánico no se necesitaba de un servicio adicional para proteger las instalaciones.

A seguidas Hued recibe una llamada de su esposa Ramona Nina, quien le dice que Peña Gómez y otros dirigentes del PRD esperaban por él en su casa. Se dirige guiando él mismo su Dodge Dart, convertible rojo de capota negra, hasta el almacén de aprovisionamiento del Ayuntamiento, situado en la parte alta de la ciudad, donde tenían lugar numerosos registros y retira cien resmas de papel y una considerable cantidad de cajas de papel carbón. Cuando el encargado del almacén le preguntó para qué necesitaba todo ese material, Hued le dijo en tono de complicidad que el síndico le había encargado “un montón de trabajo”.

Con todo ese material de oficina colocado en el baúl y el asiento trasero del automóvil, Hued se dirige a su casa para hacer entrega del mismo a Peña Gómez. Los panfletos y volantes que el PRD lanzaría en los días siguientes se harían con ese papel. Hued se encargaría él mismo de ayudar a su distribución, protegido con la placa oficial de director del Parque Zoológico y Botánico, puesto que conservó por un tiempo para poder encubrir sus actividades.

Salvador Pittaluga Nivar, abogado de 30 años, tendría motivos personales para recordar ese día por el resto de su vida. La secretaria de la esposa del Presidente le había enterado a muy temprana hora de la mañana de los sucesos del Palacio Nacional. Pittaluga dirigía La Tarde Dominicana, un diario de tendencia pronunciadamente boschista. También dirigía la Asociación Dominicana de Periodistas y Escritores, fundada en marzo de 1962.

Pruebas de su ascendencia en el Gobierno eran dos hechos. Bosch le escogió él mismo para servir de moderador en el debate pre electoral con el sacerdote Láutico García y luego le designó para organizar el protocolo de los actos de juramentación del 27 de febrero. Unos días antes, el general Belisario Peguero le había puesto en guardia informándole de la existencia de una trama contra su vida. Para protegerle, el jefe policial envió tres agentes a su casa. Ahora que Bosch estaba detenido en el Palacio, Pittaluga se hizo la idea de que los tres agentes que estaban allí para cuidarle, podrían haber sido enviados en realidad para detenerle y, quien sabe, si para matarle. Así que preparó una maleta de mano con alguna ropa, metió su pasaporte en un bolsillo del saco y escapó por la puerta trasera de su casa, en la calle Pedro Henríquez Ureña esquina Máximo Grullón, próximo a la residencia del embajador de los Estados Unidos.

Pittaluga va a casa de su hermana Isa, cuyo esposo, Alejandro Martínez, accede a prestarle su automóvil, un Peugeot color gris, en el que se aleja por la avenida Francia en dirección este, hasta la residencia del encargado de Negocios de la embajada de Chile, su amigo don Juan Zuñiga. Apenas unos días antes, el diplomático le había ofrecido una cena en su condición de próximo embajador dominicano en Chile, puesto para el que la Cancillería había solicitado el placet. Zuñiga no puso reparos para aceptarlo como asilado. Pero Pittaluga le dijo que no pensaba asilarse todavía. En cambio, estaba interesado en dejar allí su equipaje de mano y pasaporte mientras procedía a arreglar unos asuntos de importancia. Tomaron un te y Zuñiga se dispuso a enviar un cable a su gobierno informándole de la nueva situación política dominicana.

Pittaluga abordó de nuevo su auto en dirección a la zona colonial. Pero no encontró a Miolán en su casa, la cual estaba ya rodeada de policías. Sigue entonces hasta las oficinas del diario y parquea el automóvil en la parte de atrás del edificio, en la calle Noria, donde podía llegar a través de una salida de emergencia en caso de necesidad. Ya en su despacho, Pittaluga empieza a llamar al personal para tratar de sacar una edición extra del periódico. Su hermano mayor, Manuel, banquero, va en su busca para advertirle que su vida corre peligro por lo cual debe esconderse.

-Tú eres mi hermano mayor y te debo respeto- le dice. Protégete tú y déjame cumplir con mi deber.

Llorando, Pittaluga se sienta ante su máquina para escribir un editorial de protesta contra el golpe. Alguien sugiere hacer sonar la sirena del periódico. Cada día, de lunes a viernes, en La Nación solía tocarse un pitazo al marcar el reloj el mediodía. Había otra tradición, ésta de los bomberos, que hacían sonar su sirena todas las tardes a la 1:45. A tono con la práctica del antiguo diario que el nuevo respetaba, se hace sonar la sirena fuera de hora y en la pizarra colocada a la puerta de entrada, que daba a la avenida Mella, escriben con tizo la noticia del golpe. Cierran con candado la puerta de hierro del edificio para evitar la entrada de la policía, que llega minutos después de los dos toques de sirena. El director escapa por la puerta de atrás huyendo en el Peugeout estacionado en la calle Noria. La llegada de los agentes impide la salida del extra.

Camino de la embajada de Chile, Pittaluga se topa con que la Policía ha cerrado el tránsito. Se estaciona en la esquina de las calles Francia con Máximo Gómez y va caminando hasta la embajada. Un oficial montado en un jeep lo reconoce, le hace preso y lo conduce al cuartel de la policía, a tres cuadras de distancia. Cuando pasaban frente a la embajada, Pittaluga logra zafarse y penetra corriendo hasta la galería de la misión diplomática. Varios agentes le disparan y él se lanza al piso. Astillas de la pared le caen en el hombro y la cabeza. Creyéndose perdido, Pittaluga extrae su revólver calibre 38, mientras observa al oficial andar hacia él con una pistola apuntándole. Le entrega el revólver y le dice:

-¡Ahora lléveme preso si usted quiere!

El general Belisario Peguero ordena encerrarlo. En el patio del cuartel el detenido observa que otros prisioneros pasan por dos filas de agentes que los golpean con sus macanas. Apela al coronel Ramón Soto Echavarría, su amigo, quien evita que corra la misma suerte de otros detenidos. Pero lo encierran en una celda donde están varios funcionarios del Gobierno derrocado, entre ellos el ministro del Interior, Miguel Domínguez Guerra y el ex ministro de Industria y Comercio, Diego Bordas.

La treta de Pittaluga de hacerse tomar preso en la embajada, de pronto resultados. El encargado de Negocios, Zuñiga, llega ante el jefe de la Policía con una protesta oficial de que la misión ha sido tiroteada. Presentando el pasaporte que Pittaluga le había dejado en custodia, exige que se le entregue porque él es un protegido del Gobierno de Chile. Es así como una media hora más tarde, Pittaluga consigue entrar a la embajada de Chile como asilado.

Dos grandes amigos compartieron ese día la misma suerte. El historiador Hugo Tolentino Dipp, soltero de 33 años, profesor de Derecho Constitucional de la Facultad de Ciencias Jurídicas de la Universidad Autónoma de Santo Domingo (UASD), decide poner en aviso al arquitecto Rafael Calventi Gaviño, de 31 años, también soltero, cuando es informado del golpe, bien temprano en la mañana. Tolentino vivía en un bungalovw, en casa de su abuela, en la calle Moca (más tarde Jonas Salk) de la zona universitaria, que compartía con Calventi hasta apenas unos días antes, cuando éste se fue a vivir al Hotel Jaragua. Los dos tenían mucho en común. Eran profesionales brillantes que habían vivido en Europa. Las autoridades tenían fichado a ambos como comunistas.

Tolentino no pertenecía a ningún partido. Pero había sido deportado por el Consejo de Estado en febrero de 1962. Regresó al país una vez que Bosch asumiera el poder. Calventi había estudiado en Italia y vivido en Francia y Estados Unidos. Su madre y la madre de Bosch eran hermanas, el era primo hermano de Bosch. Esta era suficiente razón para que se pusiera a salvo de inmediato. Tan pronto como Tolentino le avisa, va a su encuentro a casa de éste y se esconden ambos en la residencia de Santiago Elmúdesi Porcella, hermano de Ángelo, quien llevara a Fernando Ortiz Bosch a esconderse esa misma mañana a la embajada de México.

Elmúdesi no ocultaba sus simpatías hacia el Gobierno. Nada extraño resultó que en el curso de la mañana, las tropas que rodeaban la universidad tocaran a las puertas de su casa, situada en las cercanías. Los dos profesionales escondidos allí huyeron a través de los patios, para refugiarse esta vez en la residencia de Villón Hernández, casado con una prima de Calventi, en la calle Capitán Eugenio de Marchena, donde permanecerían por un tiempo.

Miguel Ángel Velázquez Mainardi, de 26 años, haría esfuerzos para tratar de reunir al Senado, pero la fuerte vigilancia militar le impidió llegar hasta el palacio del Congreso en el Centro de los Héroes. Amigo de Bosch desde los días de exilio, Velázquez había retornado al país el día de Nochebuena de 1961. Sirvió como reportero de La Nación hasta su cierre. En compañía de otro reportero del diario, Juan José Ayuso, consiguió ver a Bosch cuando éste tomó la decisión de cerrarlo. Clausurar el periódico es un error que dejaría al Gobierno a merced de sus críticos. El Presidente no acepta el razonamiento y señalando hacia su escritorio repleto de oficios, les dice:

-Yo soy un prisionero en esta trinchera de papel.

Como cubría las sesiones del Congreso, Velázquez había hecho amistad con el doctor Casasnovas Garrido, presidente del Senado. Al quedar cerrada La Nación, Casasnovas protegió al periodista y le designó en el equipo de asesores del Senado. Cuando El Caribe publicó el nombramiento en primera página, Bosch se quejó ante Casasnovas, porque eso daría pie a sus enemigos que insistían en el peligro de la “infiltración comunista” en las esferas del Gobierno. Casasnovas, que estaba molesto por la pasividad de Bosch, no le prestó mucha atención a la observación del Presidente.

Escondido en la casa de su amigo Ayuso, Velázquez recordaba estos incidentes cuando la Policía se presentó allí en busca de “comunistas”. Delfa, la esposa de Ayuso, le avisa a tiempo y él, disfrazado, logra encontrar refugio en la calle Palo Hincado, frente al cine Olimpia, en la residencia de Brunilda Soñé viuda Patiño, cuyo esposo, José Arismendy Patiño, alias Chepito, fuera uno de los revolucionarios muertos en la expedición de 1959 contra Trujillo.

El golpe de Estado rompió la rutina de un día normal de trabajo de Donald Reid Cabral, abogado y empresario de 36 años, figura clave de la Unión Cívica Nacional. Reid estaba asociado con la familia Pellerano, propietaria del Listín Diario. Desde la noche anterior pudo seguir la evolución de los acontecimientos en el Palacio Nacional, con la continuidad de una novela radial. Su amigo Fabio Herrera, viceministro de la Presidencia, la había llamado temprano para informarle de los primeros incidentes.

Reid supo por la parquedad de Herrera que éste no estaba en condiciones de decirle mucho. Pero era suficiente. Esa noche no durmió. Temprano en la mañana, una vez que hubo salido el sol, fue manejando él mismo su carro por las solitarias calles del barrio residencial de Gazcue, donde vivía, hasta la casa del licenciado Bonnelly, ex presidente del Consejo de Estado. Bonnelly había salido presuroso a casas de Luis Amiama, donde Reid encontró un ambiente de creciente excitación.

Volvió a casa de Bonnelly con tiempo para presenciar las primeras discusiones respecto a quienes debían integrar el nuevo gobierno del gabinete.

Para el doctor Alfonso Moreno Martínez, de 40 años, llegaba el momento supremo de poner a prueba al Partido Revolucionario Social Cristiano (PRSC). En la campaña electoral, Moreno había sido adversario de Bosch como candidato presidencial de su partido, que obtuvo una tercera posición en los comicios del 20 de diciembre. El dirigente socialcristiano vivía preocupado de que las terribles ofensas de campana dominaran indefinidamente el curso de la vida política nacional.

Bosch ofreció al PRSC cargos en el Gobierno. El partido las rechazó y Bosch se vengó excluyendo a los líderes socialcristianos de la lista de invitados a los actos de juramentación. Moreno no le guardaba rencor por aquello. Aun cuando el PRSC mantenía su línea opositora, en agosto había propuesto una Comisión de Conciliación o Mediación para juntar al Presidente y a los líderes de la oposición en una misma mesa. Moreno estaba convencido de que esa iniciativa podía neutralizar la amenaza de un golpe. El debate político nacional adolecía de una deplorable ausencia de relación personal entre los líderes. El razonamiento del líder socialcristiano se basaba en una interpretación personal del temperamento dominicano. Por más irrespetuoso que un ciudadano de este país fuera de la ley, sentía en cambio un gran respeto por su palabra. El conocía muy bien ejemplos de gente importante que podía no avergonzarse de violar una ley, pero que al propio tiempo no podría soportar la idea de que alguien le endilgara haber incumplido o faltado a su palabra.

Moreno discutió una noche esta idea con el director del Listín Diario, Rafael Herrera, y éste sacó una información con la propuesta en la primera página de la edición del día siguiente. La iniciativa apoyada por Herrera, prosperó, pese a cierta oposición inicial. La comisión quedó integrada por tres figuras muy respetadas sin militancia partidaria, el licenciado Ángel Liz, el doctor René Puig Bentz y el doctor Miguel Ángel Piantini. La comisión logró reunirse por separado con Bosch y algunos líderes de oposición. Sin embargo, nunca pudo sentarlos a todos a una misma mesa.

Mientras tenían lugar todos estos esfuerzos, Enrique Alfau, inspirador de las manifestaciones de Reafirmación Cristiana, invitó a los principales dirigentes del PRSC a una reunión. Esta se celebra en una pequeña oficina en la residencia de Yuyo D’Alessandro, donde regularmente el partido discutía sus asuntos más importantes. El objetivo de Alfau era conseguir el respaldo del PRSC a las manifestaciones cristianas contra Bosch.

-Mire, don Enrique- le dijo Moreno Martínez,- nosotros no sólo no participaremos en esas concentraciones, sino que expulsaremos al dirigente o militante que participe en ellas.

Alfau se levantó disgustado y lanzó una fuerte advertencia contra los socialcristianos:

-¡Ustedes lamentarán esta decisión!

Tan pronto se entera del golpe militar, Moreno llama al doctor Luis Martínez Pina, de 42 años para convocar de inmediato a una reunión de emergencia del comité central a fin de fijar la posición oficial del partido. La reunión tiene lugar esa misma mañana, en el local de la organización en los altos de un inmueble ubicado en la intersección de las calles Mercedes con Palo Hincado, frente al céntrico Parque Independencia.

El PRSC redactó un enérgico documento contra el derrocamiento del gobierno constitucional, que se publicó al día siguiente, jueves 26 de septiembre, en las primeras páginas de El Caribe y el Listín Diario. A diferencia de las demás organizaciones que se opusieron al golpe de estado, al PRSC no se le proscribió y sus dirigentes pudieron reunirse sin muchas dificultades en los locales del partido en las semanas siguientes.

Henry Molina, de 22 años, secretario general de la Confederación Autónoma de Sindicatos Cristianos (CASC) escuchó claramente los fuertes golpes en la puerta, pero no tuvo tiempo de vestirse y escapar.

Hacía apenas poco más de dos semanas que se había mudado al local de la confederación en el número 27 de la calle Juan Pablo Pina, de la zona alta de la ciudad, para no causar molestias a su madre, María Isabel Peña, que era inválida. Cuando los agentes, comandados por el coronel Nin Melo tumbaron la puerta principal del local, primero y de su habitación después, el joven dirigente sindical oyó al oficial gritarle mientras le apuntaban con una ametralladora:

-¡Han tumbado el Gobierno!-

-¿Y que tengo yo que ver con eso?- preguntó.

-¡Usted está detenido!

Mientras se le conducía al cuartel general de la Policía, Henry Molina tuvo tiempo de recordar que en los días previos a la celebración del Día del Trabajo, el primero de mayo, una comisión de dirigentes venezolanos, de la que formaba parte el doctor Gonzalo García, del partido social cristiano (COPEI) le advirtió a Bosch sobre la posibilidad de un golpe en su contra. La reunión tuvo lugar en la residencia del Presidente. Bosch se levantó ostensiblemente disgustado y mandó a decirle a su colega Betancourt que se ocupara de sus problemas allá en Venezuela, que él se ocuparía de los suyos en Santo Domingo.

Al otro lado del Atlántico, las noticias del golpe perturbaron la tranquilidad de dos jóvenes dirigentes del PRSC, que asistían en la parte francesa de Estrasburgo a un Congreso Mundial de la Democracia Cristiana. Uno de ellos, Guido D’Alessandro (Yuyo), de 31 años, tuvo un primer pensamiento para su esposa Josefina Ricart y sus cinco hijos pequeños, que habían quedado en Santo Domingo. Las informaciones eran inquietantes. La razón principal de su preocupación estaba en la cercanía de su residencia del Palacio Nacional, sede del Gobierno. Los D’Alessandro era una familia muy unida, cuyos miembros compartían una extensa propiedad situada a sólo dos cuadras del Palacio Ejecutivo, en la calle Doctor Delgado. Yuyo y su hermano mayor Armando, ingeniero de profesión, cobraron notoriedad en los años finales de la dictadura. Su padre, Guido, fue un arquitecto famoso a quien Trujillo encargó a mediados de la década de los`40 la construcción del enorme edificio de mármol del Palacio Nacional, circunstancia ésta que no le libró de caer en desgracia con el régimen años después, situación que prevaleció hasta su muerte en la década siguiente. La esposa de Yuyo, Josefina, era hermana de Octavia (Tatana) Ricart, primera esposa de Ramfis, el hijo mayor de Trujillo. Esta relación permitió a Yuyo penetrar al círculo íntimo de Ramfis, pero los sucesos ocurridos a raíz de la expedición del 14 de junio de 1959, proveniente, de Cuba, cambiaron radicalmente la actitud de Yuyo y de la familia frente a la dictadura.

Tan pronto como tuvo noticias del golpe, Yuyo tocó a las puertas del cuarto de hotel de su compañero de viaje, doctor Leonel Rodríguez Rib, miembro del comité central del PRSC y ambos deciden llamar a Santo Domingo para obtener un informe más acabado de la situación y de la posición que asumiría el partido. Moreno Martínez les hizo un breve recuento de la reunión que aprobó el comunicado de protesta y les instruyó a fin de gestionar ante el Congreso una resolución de repudio de la democracia cristiana internacional al derrocamiento del Gobierno libremente elegido por los dominicanos.

Debido a las seis horas de diferencia entre Santo Domingo y Francia, D’Alessandro y Rodríguez Rib se vieron precisados a esperar hasta la sesión del día siguiente para cumplir con la encomienda. Pero aprovecharon un coctel esa noche para adelantar las gestiones. Al final de la fiesta, los dos amigos estaban convencidos de que su gestión culminaría exitosamente. “Fueron largas horas de tensión, que parecían no concluir”, comentaría años después, Rodríguez Rib. “Sin embargo, Yuyo y yo logramos convencernos de que la resolución sería aprobada, como finalmente ocurrió”.

A comienzos de septiembre, Bosch había convocado a Yuyo y a Moreno Martínez a un desayuno en su residencia para analizar la situación política del país. El Presidente estaba agradecido de la postura del PRSC y de su rechazo a un eventual golpe de Estado. Pero los dirigentes socialcristianos salieron convencidos de que Bosch no estaba dispuesto a hacer mucho para evitarlo.

Pocas semanas después, a miles de millas de distancia y separados de su patria por la inmensidad del Océano Atlántico, D’Alessandro comentaba con su compañero estos hechos, haciendo pronósticos sobre el futuro de la nación. Ambos coincidían en un punto: lo peor estaba por venir.

Los detalles del desayuno con Bosch fueron ofrecidos en distintas épocas por D’Alesandro, Moreno Martínez y Rodríguez Rib en entrevistas separadas. Muchos otros dirigentes del PRSC de aquella época consultados dijeron que el partido, como resultado de ese encuentro privado, llegó a la conclusión de que el Gobierno de Bosch haría muy poco para evitar su derrocamiento. “Creíamos que Bosch aceptaba la inminencia de un golpe como algo inevitable y lo peor era que él parecía en ánimo de aceptar esa tragedia como si caminara al encuentro con su destino”, dijo Rodríguez Rib al autor en una entrevista celebrada en su despacho de rector de la Universidad APEC, meses antes de su muerte, acaecida en 1992.

De Estrasburgo, finalizado el Congreso, los dos dirigentes del PRSC viajaron a Bonn y Roma para gestionar ante los gobiernos demócratas cristianos del canciller alemán Konrad Adenauer y el primer ministro italiano Aldo Moro, respaldo a una campaña internacional a favor del regreso a un régimen constitucional en la República Dominicana. D’Alessandro y Rodríguez Rib regresaron a Santo Domingo a comienzos de octubre, sin mayores problemas.

Como venía haciéndolo todos los días en el último año, Mario Báez Asunción acudió bien temprano en la mañana de ese miércoles 25 de septiembre a sus oficinas de director-administrador de Radio Cristal, en los altos de la Ferretería Morey, ubicada en el inmueble de cuatro pisos situado en una de las esquinas de las calles Duarte con El Conde, en el corazón del centro comercial de la vieja ciudad de Santo Domingo. Mario que ya tenía conocimiento del golpe, fue primero en busca de su hermano Luis Armando Asunción, director y la voz más conocida de Radio Comercial. Las dos emisoras eran propiedad del influyente Ministro de Propiedades Públicas, José A. Brea Peña, miembro del Comité Central Ejecutivo del PRD y una de las cabezas visibles de su ala conservadora.

Báez Asunción tenía fuertes vínculos de amistad con Brea Peña y era un entusiasta del PRD y del Gobierno, pero no era propiamente militante de la organización. Había sido deportado en el gobierno del doctor Balaguer y Ramfis Trujillo el 17 de septiembre de 1961, a raíz de los sangrientos sucesos ocurridos en los alrededores del puente Duarte. Esa vez una multitud se lanzó a las calles a protestar contra el régimen. Era el día en que arribaba una comisión del más alto nivel de la Organización de los Estados Americanos (OEA), para investigar la situación de los derechos humanos en el país e impulsar el proceso de democratización tras la muerte de Trujillo. La fuerzas de seguridad dispararon contra los manifestantes matando de un balazo a un respetado profesor, el licenciado Víctor Estrella Liz, lo que desató mayores protestas callejeras. Después de la expulsión de los Trujillo, como resultado del pronunciamiento militar del general de brigada Pedro Rafael Ramón Rodríguez Echavarría, el domingo 19 de noviembre de ese mismo año, Báez Asunción, como muchos otros, pudo regresar de su corto exilio. En Curazao conoció a Bosch y simpatizó inmediatamente con él. A su retorno a Santo Domingo en diciembre de 1961, se encuentra con que Radio Cristal y Radio Comercial, que formaban parte de la cadena noticiosa Comercris, estaban fuertemente a favor de Bosch. Tribuna Democrática, programa radial del PRD que frecuentemente difundía los discursos de campaña del profesor, se transmitía por esa cadena..

Mario y Luis Armando no se sorprendieron al observar la fuerte custodia militar a las puertas de las escaleras que conducían a las instalaciones de Radio Cristal. Sospechaban de antemano que no se les dejaría pasar y que las emisoras iban a permanecer cerradas. Por eso elaboraron un ingenioso plan. Estaban decididos a llevarlo a cabo afrontando las consecuencias.

Los dos hermanos pidieron permiso a los militares de custodia para retirar una maquinilla de escribir de la dirección de la emisora, súplica a la que un oficial accedió. En lugar de la maltrecha Remington con la cual se escribían las notas urticantes de “Noticias y Comentarios de Actualidad”, diariamente dirigido y leído por Mario Báez Asunción y Tomás Pujols Sanabia, los dos hermanos sacaron una consola portátil, diseñada para transmisiones radiales fuera de estudio. Los militares no prestaron demasiada atención al bulto que tranquilamente bajaron ambos por las escaleras, escoltados por dos soldados armados de fusiles y ametralladoras.

Mario y Luis Armando colocaron el pequeño transmisor en el asiento trasero del vehículo y se dirigieron rápidamente hacia la parte noreste de la ciudad, rumbo al clausurado parque de béisbol conocido como Molinuevo Park, donde estaban instaladas las antenas de Radio Cristal. Allí conectan el transmisor, utilizando la línea telefónica existente y con la ayuda del sereno de la planta, a quien encargan de vigilar los alrededores, inician una transmisión clandestina incitando al pueblo a rebelarse contra el golpe. La transmisión apenas tenía unos cinco minutos, cuando vecinos del lugar les advierten de la presencia de una patrulla militar que anda en busca de “agitadores”.

Los dos hermanos escapan del lugar, dejando abandonada la consola. Atravesando de un extremo a otro la ciudad, se dirigen a la residencia de Brea Peña, en el ensanche Piantini. El ministro estaba muy preocupado por la suerte de Bosch, a esa hora, alrededor de las diez de la mañana, totalmente desconocida para el pueblo. Brea Peña estaba tranquilo, no obstante, porque en el comunicado oficial emitido esa mañana figuraba el general Belisario Peguero, jefe de la Policía. El oficial era un hombre odiado y temido por la generalidad de los hombres del Gobierno y del PRD. Sin embargo, él no tenía razones para compartir esos sentimientos. Brea Peña sostenía muy buenas relaciones con el general Peguero, de quien, además era primo.

Sin embargo, el ministro decidió tomar sus precauciones hasta tanto la situación lograra definirse. A pesar de la proclama anunciando el golpe y la pronta integración de un gobierno civil, con apoyo de las Fuerzas Armadas, todo parecía muy confuso y peligroso. Analizó con sus dos amigos las posibilidades y aceptó ser trasladado por éstos a la casa de un sobrino suyo, hijo de Julio Brea, en una propiedad campestre, situada en el kilómetro 13 de la carretera Duarte, en los alrededores del lugar donde veinte años después se construiría el Cementerio Cristo Redentor.

Mario condujo él mismo el automóvil de Brea Peña, sin identificación oficial, pasando sin dificultad el puesto improvisado de registro instalado esa misma mañana en el destacamento policial del kilómetro nueve. El rostro del ministro era muy conocido, pero el oficial, al inspeccionar con aire de fastidio el automóvil no le prestó ninguna atención al ocupante del sillón de atrás mientras éste leía, con disimulada preocupación, los titulares de primera página de la edición de ese día de El Caribe, que nada traían sobre el golpe de Estado.

Ninguno de los diarios de la mañana publicó noticia alguna sobre el derrocamiento de Bosch hasta sus ediciones del jueves 26. Cuando los militares hicieron público el golpe, las ediciones matutinas estaban ya circulando. La cadena Comercris permaneció fuera del aire por varios días. Sin embargo, se le permitió transmitir de nuevo, sin sus espacios de noticias y comentarios, a comienzo de octubre. Ni Brea Peña ni los hermanos Mario Báez y Luis Armando Asunción fueron detenidos en los días siguientes al golpe, pudiendo reintegrarse los tres a sus actividades privadas una semana más tarde.

Washington de Peña se libró de un arresto porque regresó anticipadamente de Boca Chica, donde fuera invitado a pasar el feriado del martes por Diego Bordas. La policía fue a media mañana del miércoles a la casa veraniega de Bordas y le detuvo junto a otros dirigentes del PRD. Una vez en Santo Domingo, De Peña se uniría al grupo de dirigentes de su partido que trató, infructuosamente, de organizar una campaña de resistencia al golpe militar. Aparte de la distribución de volantes, que Nassim Hued y otros dirigentes y simpatizantes distribuyeron por la ciudad valiéndose de diferentes recursos, todo cuanto pudieron hacer ese día fue una pequeña marcha en la zona alta de la ciudad, sin mayores repercusiones.

Chichí Eusebio, el dirigente sindical que el general Belisario Peguero dejó ir a media mañana poco después de su arresto, puso en conocimiento a Washington de Peña de su realización. Eusebio juntó a unas doscientas personas y vestido de mujer inició una marcha protesta desde la iglesia Santo Cura de Ars, en la avenida Nicolás de Ovando esquina Duarte. El desfile recorrió un extenso trecho hasta llegar hasta otro templo católico en Gualey, uno de los sectores más depauperado de Santo Domingo. Allí los esperaba la policía. Eusebio fue detenido por segunda vez en el día.

Un hermano de Diego Bordas, Manolo, se movió desde muy temprano en San Juan, Puerto Rico, donde residía, para conseguir que los periódicos puertorriqueños publicaran esa tarde comentarios contrarios al golpe. Manolo, de 43 años, llamó a su amigo Luis Laboy, asistente personal del gobernador Luis Muñoz Marín y consiguió también que el periodista Harold J. Liddin escribiera una nota crítica del golpe en la primera página del San Juan Star.

En la tarde del día 25, una llamada sacó de su temprano retiro político a Pedro Manuel Casals Victoria. A pesar de sus 24 años, había cumplido satisfactoriamente en Europa a comienzos de año una misión para extraditar a Ramfis Trujillo. Los resultados finales de esa misión no se debían a él. No se le podía culpar de que Bosch no alentara la gestión y la dejara morir al asumir la Presidencia. El joven se había recluido en su casa en la calle San Luis, próximo a la fortaleza militar, varias semanas atrás y alejado de la secretaría general de la Alianza Social Demócrata por una agria polémica con Jimenes Grullón. Era éste quien ahora le llamaba, requiriéndole sus servicios de inmediato en Santo Domingo. Cuando se presenta ante su jefe político, éste le dice:

-No estoy de acuerdo con el golpe, pero es una realidad. Debemos participar en el gobierno para que los buitres que están ahí no hagan un desastre.

Jeannette Freisner, la eficiente secretaria de la oficina de Información, Cultura y Diversión de la Presidencia, llamó a las siete de la mañana a su jefe, el doctor Franklin Domínguez, para informarle que el doctor Mario Read Vittini reclamaba su presencia en el Palacio Nacional. Read Vittini era uno de los líderes civiles del golpe de Estado y él, Domínguez, un alto funcionario del Gobierno de Bosch. De su oficina dependían la Dirección de Prensa de la Presidencia, dirigida por el periodista Eduardo Comarazamy y Radio Santo Domingo Televisión, a cargo de Julio César Martínez. Domínguez vivía en la calle Sánchez, en la zona colonial, done un vehículo de la Presidencia pasó a recogerle minutos después. El dramaturgo de 32 años fue informado pronto del interés del nuevo gobierno en mantenerle en su posición. Domínguez aceptó. Aunque no podía estar con el golpe, muchos de los que lo apoyaban eran grandes amigos suyos.

Rafael Molina Morillo, director ejecutivo de El Caribe, esperó a que estuviera casi lista la edición para retirarse a su casa. El diario seguía la costumbre de la época de Trujillo de esperar hasta muy tarde a fin de dar cabida al último capricho noticioso del dictador. Aunque el diario había cambiado de línea y su posición editorial era de total independencia, este hábito de trabajo continuaba. Germán Ornes, el director, se hallaba en Nueva York tomando parte en un curso y Molina Morillo, de 33 años, estaba al frente del periódico.

Con todo y haberse retirado tarde del periódico, Molina se sintió feliz de haber llegado a su casa antes de la medianoche del martes 24. No había indicios de nada anormal y el feriado de Las Mercedes transcurrió tranquilamente en el diario, demasiado, pensó, para la rutina habitual. Unas cuatro horas después, Ornes le llamó desde Nueva York para preguntarle si todo estaba normal, Molina Morillo creía haber notado un poco de ansiedad en la voz de su jefe. A las cinco y media de la mañana, fue despertado por vecinos que venían a informarle de la ocurrencia de un golpe de Estado. Lo primero que hizo fue vestirse y dirigirse al periódico, esta vez más temprano que de costumbre. Una vez allí llamó al personal y envió a sus reporteros al Palacio.

A las nueve de la mañana, su presencia fue requerida imperativamente por el general Imbert. El oficial convocaba a una conferencia de prensa con periodistas nacionales y extranjeros para informar las razones del golpe. Rodeado del general Viñas y de otros oficiales, en un despacho de la tercera planta de la casa de Gobierno, Imbert acusó a Bosch de haber incurrido “en muchas fallas” que obligaron a derrocarlo. Los militares entregaron a los periodistas copias del manifiesto leído momentos antes por la radio.

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