Ernesto Volkening
De Gabriel García Márquez se ha dicho que sus modelos literarios son Joyce, Virginia Woolf, William Faulkner, pero quién sabe si tales atribuciones no se inspiran en el deseo de inventarle un venerable árbol genealógico, antes bien que en una justa apreciación de los méritos del narrador.
Cuando uno lee sus creaciones recientes, El coronel no tiene quien le escriba o el tomo de cuentos publicados en México bajo el título de Los funerales de la Mamá Grande, sin adoptar de antemano una actitud preconcebida, o sea ateniéndose al texto en vez de buscar las categorías que, a las buenas o a las malas, le fuesen aplicables, no se ven por ningún lado las presuntas influencias de Joyce o de la Woolf. Las analogías que haya entre la obra del autor colombiano y la de Faulkner las encontramos, no tanto en las peculiaridades temperamentales y en la forma, es decir, en lo que realmente justificaría semejante comparación, cuanto en la temática.
Macondo o comoquiera que se le llame a aquel pueblo a orilla del bajo Cauca en donde se sitúa la mayor parte de los eventos relatados por García Márquez, ciertamente nos recuerda en su tristeza, su abandono y las metafísicas dimensiones de su tedio la célebre aldea de Yoknapatawpha escondida en algún recoveco del deep South. Ambas poblaciones son, por decirlo así, condensaciones de las imágenes superpuestas de infinidad de villorios similares, reconstrucciones ideal-típicas de una realidad compleja o, si se me permite acuñar un término paradójico, abstracciones concretas. En García Márquez, como en Faulkner, resalta ese rasgo, merced al eterno retorno de lo igual, hasta en las minucias aparentemente intrascendentes del relato: en los almendros de la plaza, cubiertos de una espesa capa de polvo grisáceo o en la semejanza de ciertos personajes, por ejemplo, de la figura arquetípica del ricacho de la aldea que en La prodigiosa tarde de Baltasar y en La viuda de Montiel se llama José Montiel, pero se parece, como un huevo a otro sacado de la misma canasta, al obeso, diabético, malhumorado e inescrupuloso don Sabas en El coronel no tiene quien le escriba.
Asimismo anda vagando por las páginas del narrador latino la sombra, medio legendaria, medio fantasmal, del héroe de pretéritas guerras intestinas y campeón de una causa perdida, sólo que sus señas son las del coronel Aureliano Buendía en lugar de las de John Sartoris, su faulkneriano alter ego en el Ejército confederado. Ni siquiera falta la evocación de una mítica figura ancestral de la talla de Lucius Quintus Carothers Mc Caslin, fundador de un inextricable embrollo de linajes legítimos y espurios, si bien se le han substituido a su semblante de monumental, concupiscente, tenebroso y despótico patriarca del Antiguo Testamento los rasgos matriarcales de una protohembra, la “Mamá grande”, cuya formidable humanidad tallada en carne y grasa descuella cual roca errática entre los enclenques ejemplares de nuestra especie contemporánea.
Por último, Macondo, lo mismo que Yoknapatawpha para Faulkner, representa para García Márquez algo así como el ombligo del mundo, no porque se sienta inclinado a la sentimental idealización de usos y curiosidades regionales —ese periodista viajero, trotamundos e inquieto explorador de lejanos horizontes no es ningún provinciano, aun cuando haya nacido en Aracataca— sino, sencillamente, porque, escuchando los consejos de su sano y saludable instinto de narrador, se orienta hacia “el punto de reposo en medio de la fuga perenne de los fenómenos”, el eje en torno del cual van girando las constelaciones planetarias de su universo narrativo.
El que desee trazar otras analogías con no sé qué admirado modelo de las letras anglosajonas, pues, que las busque; por lo que a mi se refiere, confieso no haber logrado descubrirlas en las creaciones del cuentista, hasta donde lleguen mis limitados conocimientos de su obra. Más aún, me abstengo, tras maduras reflexiones, de emprender semejantes recherche de la paternité. Por una parte, la costumbre, desgraciadamente muy arraigada, de juzgar, clasificar y rotular los valores propios, partiendo del parentesco, las más veces ilusorio, con los fenómenos y movimientos literarios de Europa o de la América del Norte constituye una injusticia manifiesta frente al autor criollo que tiene derecho a ser juzgado, primero que todo, en su individualidad, luego a la luz de lo que tenga en común con otros del mismo origen, y sólo en último lugar por sus posibles afinidades selectivas con el resto del mundo. Por otra parte, el curioso “delirio de relación” al que sucumben tantos críticos y aficionados en este terreno, implica el peligro de que así se vaya creando un clima artificial, un ambiente en extremo literario, preñado de experiencias de segunda mano, desde el cual ya no lleva ningún camino a la realidad, o sea al mundo propio del autor, tal como lo representa su obra. En resumidas cuentas, mucha gente suele darse por satisfecha con haber establecido la filiación —cuanto más exótica, más preciada— de fulano, y en adelante se cree exonerada de la obligación de leerlo o, a lo sumo, le da sepultura en el mausoleo de los valores consagrados, a. no ser que lo entierre sin ceremonias en el cementerio de pobres, cuando se haya quedado atrás en la emulación de supuestos precursores. En el caso de García Márquez ni siquiera cabe preguntar en qué medida se acerque a Faulkner, pues como se veía, sólo puede ser comparado con él en lo temático que, desde luego, se sustrae al juicio valorativo, no así en los aspectos, tan divergentes, del estilo y de los medios de expresión.
En lugar de la construcción esencialmente faulkneriana de frases laberínticas, complicadas, interminables que van cercando su objetivo a modo de espirales cada vez más estrechas y a las cuales podría aplicarse, mutatis mutandis, la genial observación hecha por C. G. Jung en su ensayo sobre Ulises respecto del estilo “intestinal” de Joyce, se usa el giro breve, conciso, lapidar y cristalino que va derecho al grano, dando la impresión de que son las cosas mismas en su “ser así —y no de otra manera” las que hablan a través del narrador, según lo enseñan, mejor que prolijas explicaciones, dos clásicos ejemplos de su manera de escribir.
El relato de los sinsabores del coronel que no tiene quien le escriba se inicia con las siguientes palabras:“...destapó el tarro de café y comprobó que no había. más de una cucharada. Retiró la olla del fogón, vertió la mitad del agua en el piso de tierra, y con un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las últimas raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de lata”. Y La siesta del martes, a mi modesto parecer lo mejor que, hasta ahora, ha escrito García Márquez, comienza así: “El tren salió del trepidante corredor de rocas bermejas, penetró en las plantaciones de banano, simétricas e interminables, y el aire se hizo húmedo y no se volvió a sentir la brisa del mar. Una humareda sofocante entró por la ventanilla del vagón. En el estrecho camino paralelo a la vía férrea había carretas de bueyes cargadas de racimos verdes. Al otro lado del camino, en intempestivos espacios sin sembrar, Babia oficinas con ventiladores eléctricos, campamentos de ladrillos rojos y residencias con sillas y mesitas blancas en las terrazas, entre palmeras y rosales polvorientos. Eran las once de la mañana y aún no había empezado el calor”.
La sobriedad descriptiva que denotan esos dos ejemplares trozos de prosa escogidos entre una plétora de otros igualmente característicos, la parsimonia y sequedad del lenguaje, cuya limitación estricta al enfoque del fenómeno en su prístina pureza no deja lugar a placenteras asociaciones de ideas o imágenes, amén del agudo timbre de la voz comparable a las vibraciones de una bien templada cuerda de acero, se nos hacen tanto más notables cuanto más se alejan del concepto habitual que uno se haya formado de la personalidad de un autor nacido en las cálidas tierras del mediodía y de sus presuntas inclinaciones a la metáfora exuberante o al lirismo efusivo. Sería difícil averiguar si acaso se manifieste en tales ejemplos una pasión innata, heredada de quién sabe qué tatarabuelo venido de allende el mar, por la mesura, la observación exacta y la parquedad del léxico; antes bien, cabe suponer que ese lenguaje desprovisto de ornamentos y divagaciones subjetivas constituye un hábito adquirido, fruto de la autodisciplina, a la cual se habría sometido el narrador consciente de ciertos peligros inherentes al tropicalismo, hasta convertirla en una como “segunda naturaleza” y parte integrante de su ser.
Sea como fuere, se ha descubierto en el propio corazón del trópico y para asombro de quienes creen tener que asimilar las nuevas tendencias de la novela francesa, un objetivismo de pura cepa que, si bien salió de una raíz distinta, resiste la comparación con el de un Robbe-Grillet. Guardémonos, sin embargo, de recaer en la obsesión europeizante al hablar del realismo de García Márquez (empleando el término en su acepción cabal, derivado de res, la cosa) , o sea de un fenómeno de raigambre autóctona, afín a la minuciosidad y exactitud del relato, observables en las novelas, desgraciadamente poco leídas hoy día, de su compatriota J. A. Osorio Lizarazo.
En efecto, no se me ocurre, por lo que respecta a ciertos rasgos predominantes en la obra del cuentista calentano, nada más adecuado que una comparación con aquel intrépido narrador de la tragedia del viejo oficial de imprenta que perdió su empleo, del burócrata de ínfima categoría y numerosa prole que vive de puro milagro, de la criada explotada que se mata trabajando al servicio de una familia, igualmente explotada, de la clase media, del frustrado agente viajero que, haciendo alarde de imaginarios talentos, lleva durante algún tiempo una existencia ficticia hasta sucumbir a la conspiración entre el medio hostil y su propia incapacidad, de la gente del hampa y del lumpenproletariat de extramuros, criado en la ladera del cerro, en fin de ese lado nocturno de Bogotá de los años veinte y treinta, cuyas recónditas negruras por un fugaz instante se tornaron rojas y candentes en la hoguera del nueve de abril de 1948.
Mas aquí también conviene hacer distinciones. Mientras en la prosa cruelmente desnuda y penetrante de Osorio Lizarazo palpita un tremendo patetismo que se nutre del encono tenaz, llevado a demoniacos extremos, falta en la de García Márquez la nota patética y se sustituye al pesimismo abismal del bogotano que en la evocación de la miseria humana y de todas las ignominias de la existencia se eleva al plano creativo, una suerte de estoica compostura, quizás no menos ejemplar, pero más inmune al apasionamiento y, por ende, más al tono del atemperado clima emotivo que caracteriza a las nuevas generaciones. Por añadidura, encarna García Márquez, en contraste con Osorio Lizarazo, cuyos asuntos predilectos, al igual que sus peculiarísimas estilísticas, revelan al hombre de tierra fría, saturado de la melancolía brumosa del altiplano, sumergido en el ambiente, medio conventual, medio burocrático de la ciudad de su infancia, al narrador de tierra caliente en el sentido específico que solemos atribuir a esa noción geográfica.
Las creaciones de García Márquez —parece una redundancia insistir en ello— no se conciben sin aquel fondo, y su perfil, más que su estilo que, como ya quedó dicho, difícilmente se acomoda a tales cánones, es el de un novelista nato del trópico. Lo es, no sólo en cuanto atañe al tema fundamental y a la sensibilidad peculiar, sino también físicamente. Si Balzac, cediendo a la pasión, tanto más entrañable cuanto menos correspondida que sentía por las finanzas, se empeña en informarnos meticulosamente sobre la situación económica de los protagonistas, el monto de sus rentas y la herencia que esperan recibir, García Márquez nos habla, primero que todo, del calor que hace dondequiera que se muevan sus personajes. Tanto es así que el calor, ora húmedo y como viscoso, ora sofocante y reseco, cual si fuera engendrado en un horno al rojo vivo, ocupa en sus cuentos el sitio del elemento omnipresente, inasible y siniestro que en las novelas de Faulkner —verbigracia en el atroz pandemonio de Sanctuary— representa el miedo. Archícaracterísticas son, por este respecto, las frases que a modo del leitmotiv acompañan el relato e imperceptiblemente ejercen sobre el lector una sugestión proporcional a su letal monotonía: “A las doce había empezado el calor”, “El pueblo flotaba en el calor”, “en algunas (casas) hacia tanto calor que sus habitantes almorzaban en el patio”, “el lunes amaneció tibio y sin lluvia”, “el sol calentó tarde” o “calentó temprano”: he aquí algunos ejemplos, recogidos al azar, de un sistema de referencias que, poco a poco, va adquiriendo las dimensiones de una patografía del hombre tropical y de sus distintos estados de ánimo. Para comprender al “coronel que no tiene quién le escriba”, tan importante resulta saber, en efecto, que en octubre, mes de lluvia, experimenta la sensación desapacible de albergar en el vientre un gusano que sigilosamente le roe las tripas, y sólo en diciembre, cuando brilla otra vez el sol en las calles, retorna a una visión más eufórica del mundo, como la circunstancia de que está esperando, desde hace años, la carta que le anuncie el reconocimiento de su pensión por servicios militares prestados en la guerra de los mil días. A todas luces, el arte narrativo de García Márquez se alimenta de una obsesión meteorológicobarométrica, manifiesta en la manera como aquel elemento cálido, húmedo, lúbrico' o vaporoso penetra el tejido permeable de la narración, llena el espacio vacío que se extiende entre los personajes, los rodea de una especie e aura atmosférica y así se convierte en el medio unitivo, propio para crear la densidad peculiar del relato que nos tiene cautivos desde el principio hasta el fin. De esta suerte logra el narrador, sin proponérselo ni recurrir a una fábula trabajosamente elaborada o al suspenso artificial, uno de los principales objetivos del cuentista: la fascinación del lector quien, viéndose a su vez atraído y absorbido por ese medio envolvente, pasa al estado de participación mágica en la substancia del cuento.
Con esto no quiero decir que a sus cuentos, por muy poco que “suceda” en ellos, les falte tensión; todo lo contrario, la palpamos hasta en una historia de la índole de Rosas artificiales, cuya materia narrativa se reduce a las tribulaciones de una niña que quiere ir a misa y no puede, porque, a última hora, se le atraviesa algún impedimento baladí. La tensión no está en los eventos, ni en los personajes, ni en el diálogo entre Mina que trata de ocultar un desengaño de amores, y una anciana ciega que con los ojos del espíritu lee en su alma perturbada, sino en una zona intermedia, preñada de vaguedades y de los silencios aún más asombrosos que el raro contraste entre la cruel insistencia de la vieja que pacientemente tantea hasta tocar el punto neurálgico, y la discreción en su manera sibilina de aludir al fruto de tan despiadado escrutinio. Percatándose de la sutil malicia, la ambigüedad, la naturaleza compleja y diferenciada de tales fenómenos que se esconden en apariencias de cotidiana simplicidad, el lector cree adivinar lo que realmente le importa al narrador y hasta dónde se apartan sus designos de los derroteros tradicionales de la novelística sudamericana.
Excepción hecha del singular y desconcertante Machado de Assis, cuyo Don Casmurro —rara avis de la segunda mitad del siglo diecinueve— constituye un hallazgo comparable a los más extraordinarios especímenes que en el género de la novela sicológica haya producido Europa, descollaba en la prosa narrativa de la América meridional, aun hace poco, el avasallador predominio de la Naturaleza, del paisaje, de los espacios inmensos. Lejos de quedar relegado al plano de una decoración de fondo o de un escenario en que se desarrollan los acontecimientos concebidos a modo de comédie humaine de trascendental y exclusiva importancia, se caracteriza el paisaje específico de la novela criolla, verbigracia en La vorágine de José Eustasio Rivera o en las obras de Rómulo Gallegos, por las manifestaciones de una vida autónoma e independiente que, como el Mar de Joseph Conrad, sigue su marcha sin inmutarse ni parar mientes en la dicha o los padecimientos del hombre, y eso al extremo de que hasta la crueldad, a veces aterradora, de los eventos recuerda la de los elementos, cuya hostilidad inescrutable vive y sufre el protagonista en carne propia, antes bien que los quintaesenciados tormentos de la nouvelle noire. De ahí que nos sea dable encontrar en la descripción del paisaje toda la polifacética e inagotable riqueza de matices que a menudo echamos de menos en la caracterización, un tanto esquemática o próxima al género heroico-sentimental, ele los personajes, a no ser que se retraten unas hembras de talle monumental que descienden en línea recta de la célebre doña Zoraida y, a su vez, parecen personificar acciones de la Naturaleza fascinante, traicionera e impasible. Si hacemos caso omiso de tales figuras, cuyos contornos trascienden las dimensiones humanas, el hombre extraviado en la inmensidad de los llanos orientales o en la verde penumbra de la selva da la impresión de ser apenas un epifenómeno, un apéndice, una pieza decorativa en la escena dominada por el Paisaje. La impresión no engaña, más aún, es particularmente significativa de una fase sicológica, mejor dicho, e una situación vital, en la cual todavía estaba inconcluso el proceso, iniciado' en la Conquista, de la penetración de los espacios continentales, y una multitud de fenómenos anímicos privativos del hombre se proyectaba sobre la Naturaleza. El resultado es lo que la sicología de profundidades define coma “pérdida del alma” o absorción de energías psíquicas que parecen aprisionadas en las cosas, y por ende, cierto apocamiento del ser humano que, a lo sumo, se rebela contra el medio ajeno y hostil sin mayores esperanzas de ganar la batalla.
A primera vista, parece que García Márquez no sólo continúa esa tradición novelística, sino que recurriendo a nuevos medios de expresión, incluso la lleva al apogeo en su modo de evocar la presencia física y feroz agresividad del calor, mas por alucinantes y corpóreamente tangibles se nos hagan las influencias climáticas en el relato, asistimos, al mismo tiempo, a un proceso de desencantamiento consciente del trópico. Ya no es la selva sumida en un misterioso claroscuro, es una miseria de nombre Macondo, la que constituye el marco de sus cuentos y, con su alcaldía, su iglesia parroquial, el altoparlante instalado en la torre del templo, un salón de billares, una pista de baile y una aglomeración de tejados de cinc, no se distingue en absoluto de otros Macondos, igualmente abandonados, fastidiosos y deprimentes, de la zona tórrida. Privado de sus exuberancias vegetales y riquezas cromáticas, el mundo tropical de García Márquez revela una aridez, una pobreza, una trivialidad incolora, manoseada, polvorienta e insoportable, pero con tal nitidez se dibuja el perfil del pueblo que su misma desnuda indigencia, vista por un ojo avizor comparable al objetivo de una cámara fotográfica, produce una sensación de extrañeza, a la vez cautivadora e inquietante. Y por señalar el aspecto más importante: en la medida en que el frondoso paisaje de la novela americana se reduce, como si lo hubieran podado con unas enormes cizallas de jardinero, a dimensiones más modestas y banales, va desplazándose la efigie humana del fondo al primer plano. En otras palabras, el narrador reconquista el terreno que había perdido el hombre en su secular lucha fronteriza con la Naturaleza y al espacio exterior, en cuyas inmensidades se disuelven los firmes contornos, se substituye una nueva dimensión, el plano por excelencia humano, propicio para el desarrollo de bien perfiladas individualidades. Presenciamos, pues, en los cuentos de García Márquez lo que podríamos interpretar como un proceso de humanización, guardándonos, claro está, de usar el término en el sentido un tanto vago y sentimental que a veces se le atribuye.
No es “el hombre” de los humanistas, son los hombres quienes importan y se le presentan a García Márquez en su realidad concreta e íntegra de seres caracterizados por una multitud de peculiaridades de orden histórico, social y sociológico, si bien conservan en un recóndito baluarte de su personalidad algo inefable, íntimo, enteramente suyo que no entra en esa compleja urdimbre de relaciones existenciales. Por lo pronto, es cierto, sólo distinguimos la silueta de Macondo, el pueblo de mala muerte, tal como lo traza el autor a grandes y escuetos rasgos de pluma, cuya audaz abreviatura contrasta con la abundancia de figuras y la descripción exacta e un microcosmos humano que revela estupendos conocimientos de hombres, cosas, condiciones. El rico de la comarca, dueño de una fortuna que se debe a oscuros compromisos con las fuerzas imperantes, el representante del poder político—militar, personificado por un sargento que ejerce facultades de dictador en miniatura, el cura que desde su silla colocada delante de la casa parroquial vigila a sus feligreses y toma nota de quiénes concurren a ver una película calificada de inmoral, el tendero turco, el médico, el abogado, los oficiales de sastrería que clandestinamente reparten hojas volantes, arriesgando que la policía los acribille a balazos, una atrabiliaria y acaudalada solterona, las prostitutas, los culebreros, los yerbateros, el ladrón, cada cual representa un tipo social determinado sin dejar de exhibir algún rasgo inconfundible que lo define como individuo, ser de carne y hueso, singular criatura y habitante de su propio mundo ajeno a las abstracciones sociológicas. Para García Márquez, la individualidad es lo que por ella se entiende, partiendo de la acepción literal del término: el hombre tal cual, algo indiviso e irreductible, una totalidad, quizá modesta, pero no por eso menos invulnerable, y el hombre que en medio del ajetreo de la vida cotidiana, de las multitudes aglomeradas en la plaza de mercado, de la familiar e insípida palabrería de comadres y compadres de golpe descubre que está solo, solo con su destino, su enfermedad, su infortunio y su muerte.
Luego de haberse librado de la supremacía del paisaje, el narrador arriesgaba que la recién conquistada libertad se convirtiera en una nueva servidumbre y el hombre que antes había quedado a merced de la Naturaleza y de las influencias del espacio, acabara identificándose con su función social, más exactamente con el estado en que se encontraba la sociedad en esa misma época. Tendríamos entonces, puesto que las condiciones sociales en que viven sus personajes predilectos dejan mucho que desear, una como segunda edición de la “novela de pobres”, lo que, al fin y al cabo, no sería en absoluto criticable, pero tampoco constituiría un hallazgo. Ahora bien, lo nuevo en la obra de García Márquez es atribuible a su manera de evocar, sin retoques ni ambages, una miseria cuyas raíces llegan hasta profundidades inaccesibles a los habituales procedimientos de sondeo. Ahí está, por ejemplo, el caso del “coronel que no tiene quién le escriba”. Basta haberlo visto raspar cuidadosamente la costra del tarro de café, para saber que se trata de un viejo tan pobre como aquellos fabulosos ancianos balzaquianos que vegetan en buhardillas y hediondas pensiones, o como el protagonista de La casa de vecindad de Osorio Lizarazo después de haber quedado cesante. No importa desde qué ángulo se enfoque la condición del coronel y de su asmática cónyuge, siempre tropezaremos con un estado de pobreza que va pegado a su existencia como el caracol a su concha. Mas aun cuando hayamos comprobado que, desde la primera hasta la última página, el viejo sigue atando cabos y saltando matones, anclamos lejos de conocerlo, y poco sabemos de la situación abismal del sufrido personaje, mientras ignoremos que su suerte pende de un hilo, o sea de la probabilidad infinitesimal de que en la capital, a setecientos kilómetros de distancia, un pequeño empleado del Ministerio de Guerra por casualidad encuentre, entre miles de asuntos pendientes, el memorial en que el coronel reivindicó, años ha, su pensión de veterano, y luego lo pase a sus superiores en donde quedará el legajo como en la mano de Dios Padre. Lo curioso es que el viejo, por muy terco que fuese en el fondo del corazón sabe a qué atenerse o, si no lo supiera, debiera saberlo, ya que su cara mitad no se cansa de demostrarle, con argumentos de peso, la vanidad de su esperanza. Sin embargo, mi coronel va todos los días a la oficina de correos a reclamar la carta que nunca llega... Desde el instante en que el administrador, alzándose de hombros, le contesta que no hay nada, hasta el olía siguiente, cuando se repite la escena, pasa un largo rato que debe ser aprovechado e algún modo. El protagonista lo aprovecha, criando un gallo de riña que, si gana —¡y cómo no ha de ganar!— lo sacará de sus apuros.
Resalta en este detalle un aspecto de la visión del inundo de García Márquez que va más allá de la sequedad realista del relato condimentado con uno que otro grano de feroz humorismo: la propensión a lo grotesco, en la cual se esconde su modo, nada pretencioso, si bien personalísimo, de acercarse al lado trágico ele la existencia humana. El gallo, cuya imagen va arrimándose, poco a poco, al sitio que ocupaba en la conciencia de su dueño la carta vanamente esperada, parece un animal corno cualquier otro, pero en realidad es una quimera, un monstruo insaciable, la emplumada encarnación del anhelo que, compitiendo con el gusano en las entrañas del coronel, le devora el alma.
En el fondo, los protagonistas de casi todos los cuentos de García Márquez se parecen al coronel. Lo que, para él, es el fantasmagórico gallo de pelea, lo significan para el ebanista Baltazar la jaula de turpiales, “la jaula más bella ele¡ mundo”, culminación de las añoranzas de toda una vida y presunta fuente de fabulosas ganancias, o para Dámaso el contenido de la caja en el salón ele billares de don Roque. Los representantes del sexo masculino se caracterizan, con muy pocas excepciones, por su ilimitada capacidad de forjarse ilusiones que les permite construir, a espaldas de la desapacible realidad de Macondo, un mundo quimérico, en donde, escabulléndose a sus cónyuges, buscan refugio, ansiosos de quemar incienso ante un ídolo fabricado con la delicadísima ma, terna del ensueño. Hay algo fugaz, escurridizo, caprichoso e inasible en ese mundo de los varones gobernado por la gama, si bien contrasta la falta de perseverancia con el tenaz empeño en agarrarse, sin hacer caso de los comentarios críticos de la conciencia diurna, a las faldas de la voluble diosa Fortuna. He aquí un desplazamiento del centro de gravedad de la esfera masculina a la femenina, suerte de trastrueque de papeles en que se complace el narrador.
La inconstancia, el capricho, la fantasía, la debilidad, el desconocimiento de las férreas leyes que rigen el mundo y el hábito de prestar oído a las efímeras sugerencias del instante, en fin, todas las virtudes y flaquezas que, desde tiempos inmemoriales, suelen atribuirse en la sociedad de cuño patriarcal a la mujer, ahí se proyectan sobre el hombre. En cambio, las mujeres de García Márquez son portavoces de la cordura, almas de buen temple, cuya fuerza reside, precisamente, en la circunstancia de que, privadas del don de deslizarse a fantásticas regiones, sólo conocen un mundo —su Macondo— y se muestran capaces de desarrollar, incluso en las situaciones más precarias en que las meten las locuras de sus maridos, amantes e hijos, aquella notabilísima inventiva y presencia de ánimo, preciadas por el conde Hermann Keyserling en su Viaje a través del Tiempo: “...las mujeres refugiadas en su naturaleza no pierden la confianza en el porvenir ni siquiera durante las catástrofes más atroces; que para decirlo con palabras de Alfred Weber, 'parlamentan' con el destino más espantoso, con lo cual logran realmente aplacarlo”, dice el ilustre filósofo amateur, cual si hubiera conocido a las macondanas.
De esta suerte, el hombre atraído a la órbita de una fuerza superior, más concordante con las adversidades de la vida, se encuentra en un estado de dependencia emocional del otro sexo, cuyas representantes, parecidas a las soberanas de un matriarcado venido a menos, le imprimen al medio trivial de Macondo cierto sello de arcaica grandeza. Tal es el caso de la esposa del coronel que, físicamente, parece una osamenta revestida de piel, mas en su complexión reseca como un haz de leña conserva la brasa de un temperamento irascible, sale invicta de los espasmos del asma, no llora ni cuando le matan al hijo, y haciendo ocasionales despliegues de macabro buen humor, se defiende de las infamias del destino. A veces siente unas ganas casi irresistibles de matar al monstruo de gallo, pero en el último momento sabe frenar su impulso, sea por estar convencida de que su marido lo tiene por algo que no se come, una especie de ente mitológico o animal sagrado, cuya suerte se halla misteriosamente enlazada con la suya, sea porque ama al coronel con el amor profundo, secreto e indulgente que a los mayores les inspira un niño absorto en sus juegos.
Del mismo talante es la modesta heroína de La siesta del martes. De muy lejos llega al pueblo ahogado en el calor de mediodía como en un crisol de plomo derretido, a visitar la tumba de su hijo que cayó fulminado de un balazo, cuando trataba de forzar la puerta de doña Rebeca. En la monosilábica conversación con el cura a quien pide las llaves del cementerio, va surgiendo paulatinamente de la anonimidad la silueta de una mujer del pueblo rodeada de un aura de dignidad invulnerable e imbuida de la convicción de que su hijo, no importa lo que piense y diga el mundo, “era un hombre bueno”. La historia termina en el instante en que la mujer, luego de haber llenado los requisitos y recibido las llaves, sale con su hijita de la penumbra protectora del despacha parroquial a la calle. Entretanto, se ha divulgado en la aldea la sensacional noticia de su llegada, las comadres, ávidas de ver pasar a la madre del ladrón, se asoman a las ventanas, y el camino al camposanto será una viacrucis, mas aun así, no hay arma capaz de atravesar esa coraza de silencio, resignación y secular estoicismo.
Habrá quien encuentre un tanto abrupto el final, e incluso se sentirá defraudado en su candorosa esperanza de presenciar quién sabe qué evento propio para cerrar el relato, conforme a inveterados moldes, “con broche de oro”. En efecto, los cuentos de García Márquez habrán de parecer extrañamente fragmentarios y dejarán perplejos a muchos lectores que, confiando en pisar tierra firme por dondequiera que vayan, dan un paso tras otro hasta quedar, de repente, con un pie en el aire. Allende la zona habitada de Macondo bosteza el vacío. La honradez del autor no le permite disimular su metafísica incertidumbre, recurriendo a fáciles consuelos, ni llenar la laguna con los habituales sucedáneos de la perdida integridad del ser. Lo “fragmentario”, lejos de ser imputable como, pongamos por caso, en El hombre sin cualidades de Musil, a la trágica discrepancia entre la magnitud del proyecto y las posibilidades de llevarlo a cabo, en Gabriel García Márquez forma parte de su visión de un mundo inconcluso.
Eco. Revista de la Cultura de Occidente.
Bogotá, tomo vii/4, agosto, 1963, N° 40, pp. 273—293.
De Gabriel García Márquez se ha dicho que sus modelos literarios son Joyce, Virginia Woolf, William Faulkner, pero quién sabe si tales atribuciones no se inspiran en el deseo de inventarle un venerable árbol genealógico, antes bien que en una justa apreciación de los méritos del narrador.
Cuando uno lee sus creaciones recientes, El coronel no tiene quien le escriba o el tomo de cuentos publicados en México bajo el título de Los funerales de la Mamá Grande, sin adoptar de antemano una actitud preconcebida, o sea ateniéndose al texto en vez de buscar las categorías que, a las buenas o a las malas, le fuesen aplicables, no se ven por ningún lado las presuntas influencias de Joyce o de la Woolf. Las analogías que haya entre la obra del autor colombiano y la de Faulkner las encontramos, no tanto en las peculiaridades temperamentales y en la forma, es decir, en lo que realmente justificaría semejante comparación, cuanto en la temática.
Macondo o comoquiera que se le llame a aquel pueblo a orilla del bajo Cauca en donde se sitúa la mayor parte de los eventos relatados por García Márquez, ciertamente nos recuerda en su tristeza, su abandono y las metafísicas dimensiones de su tedio la célebre aldea de Yoknapatawpha escondida en algún recoveco del deep South. Ambas poblaciones son, por decirlo así, condensaciones de las imágenes superpuestas de infinidad de villorios similares, reconstrucciones ideal-típicas de una realidad compleja o, si se me permite acuñar un término paradójico, abstracciones concretas. En García Márquez, como en Faulkner, resalta ese rasgo, merced al eterno retorno de lo igual, hasta en las minucias aparentemente intrascendentes del relato: en los almendros de la plaza, cubiertos de una espesa capa de polvo grisáceo o en la semejanza de ciertos personajes, por ejemplo, de la figura arquetípica del ricacho de la aldea que en La prodigiosa tarde de Baltasar y en La viuda de Montiel se llama José Montiel, pero se parece, como un huevo a otro sacado de la misma canasta, al obeso, diabético, malhumorado e inescrupuloso don Sabas en El coronel no tiene quien le escriba.
Asimismo anda vagando por las páginas del narrador latino la sombra, medio legendaria, medio fantasmal, del héroe de pretéritas guerras intestinas y campeón de una causa perdida, sólo que sus señas son las del coronel Aureliano Buendía en lugar de las de John Sartoris, su faulkneriano alter ego en el Ejército confederado. Ni siquiera falta la evocación de una mítica figura ancestral de la talla de Lucius Quintus Carothers Mc Caslin, fundador de un inextricable embrollo de linajes legítimos y espurios, si bien se le han substituido a su semblante de monumental, concupiscente, tenebroso y despótico patriarca del Antiguo Testamento los rasgos matriarcales de una protohembra, la “Mamá grande”, cuya formidable humanidad tallada en carne y grasa descuella cual roca errática entre los enclenques ejemplares de nuestra especie contemporánea.
Por último, Macondo, lo mismo que Yoknapatawpha para Faulkner, representa para García Márquez algo así como el ombligo del mundo, no porque se sienta inclinado a la sentimental idealización de usos y curiosidades regionales —ese periodista viajero, trotamundos e inquieto explorador de lejanos horizontes no es ningún provinciano, aun cuando haya nacido en Aracataca— sino, sencillamente, porque, escuchando los consejos de su sano y saludable instinto de narrador, se orienta hacia “el punto de reposo en medio de la fuga perenne de los fenómenos”, el eje en torno del cual van girando las constelaciones planetarias de su universo narrativo.
El que desee trazar otras analogías con no sé qué admirado modelo de las letras anglosajonas, pues, que las busque; por lo que a mi se refiere, confieso no haber logrado descubrirlas en las creaciones del cuentista, hasta donde lleguen mis limitados conocimientos de su obra. Más aún, me abstengo, tras maduras reflexiones, de emprender semejantes recherche de la paternité. Por una parte, la costumbre, desgraciadamente muy arraigada, de juzgar, clasificar y rotular los valores propios, partiendo del parentesco, las más veces ilusorio, con los fenómenos y movimientos literarios de Europa o de la América del Norte constituye una injusticia manifiesta frente al autor criollo que tiene derecho a ser juzgado, primero que todo, en su individualidad, luego a la luz de lo que tenga en común con otros del mismo origen, y sólo en último lugar por sus posibles afinidades selectivas con el resto del mundo. Por otra parte, el curioso “delirio de relación” al que sucumben tantos críticos y aficionados en este terreno, implica el peligro de que así se vaya creando un clima artificial, un ambiente en extremo literario, preñado de experiencias de segunda mano, desde el cual ya no lleva ningún camino a la realidad, o sea al mundo propio del autor, tal como lo representa su obra. En resumidas cuentas, mucha gente suele darse por satisfecha con haber establecido la filiación —cuanto más exótica, más preciada— de fulano, y en adelante se cree exonerada de la obligación de leerlo o, a lo sumo, le da sepultura en el mausoleo de los valores consagrados, a. no ser que lo entierre sin ceremonias en el cementerio de pobres, cuando se haya quedado atrás en la emulación de supuestos precursores. En el caso de García Márquez ni siquiera cabe preguntar en qué medida se acerque a Faulkner, pues como se veía, sólo puede ser comparado con él en lo temático que, desde luego, se sustrae al juicio valorativo, no así en los aspectos, tan divergentes, del estilo y de los medios de expresión.
En lugar de la construcción esencialmente faulkneriana de frases laberínticas, complicadas, interminables que van cercando su objetivo a modo de espirales cada vez más estrechas y a las cuales podría aplicarse, mutatis mutandis, la genial observación hecha por C. G. Jung en su ensayo sobre Ulises respecto del estilo “intestinal” de Joyce, se usa el giro breve, conciso, lapidar y cristalino que va derecho al grano, dando la impresión de que son las cosas mismas en su “ser así —y no de otra manera” las que hablan a través del narrador, según lo enseñan, mejor que prolijas explicaciones, dos clásicos ejemplos de su manera de escribir.
El relato de los sinsabores del coronel que no tiene quien le escriba se inicia con las siguientes palabras:“...destapó el tarro de café y comprobó que no había. más de una cucharada. Retiró la olla del fogón, vertió la mitad del agua en el piso de tierra, y con un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las últimas raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de lata”. Y La siesta del martes, a mi modesto parecer lo mejor que, hasta ahora, ha escrito García Márquez, comienza así: “El tren salió del trepidante corredor de rocas bermejas, penetró en las plantaciones de banano, simétricas e interminables, y el aire se hizo húmedo y no se volvió a sentir la brisa del mar. Una humareda sofocante entró por la ventanilla del vagón. En el estrecho camino paralelo a la vía férrea había carretas de bueyes cargadas de racimos verdes. Al otro lado del camino, en intempestivos espacios sin sembrar, Babia oficinas con ventiladores eléctricos, campamentos de ladrillos rojos y residencias con sillas y mesitas blancas en las terrazas, entre palmeras y rosales polvorientos. Eran las once de la mañana y aún no había empezado el calor”.
La sobriedad descriptiva que denotan esos dos ejemplares trozos de prosa escogidos entre una plétora de otros igualmente característicos, la parsimonia y sequedad del lenguaje, cuya limitación estricta al enfoque del fenómeno en su prístina pureza no deja lugar a placenteras asociaciones de ideas o imágenes, amén del agudo timbre de la voz comparable a las vibraciones de una bien templada cuerda de acero, se nos hacen tanto más notables cuanto más se alejan del concepto habitual que uno se haya formado de la personalidad de un autor nacido en las cálidas tierras del mediodía y de sus presuntas inclinaciones a la metáfora exuberante o al lirismo efusivo. Sería difícil averiguar si acaso se manifieste en tales ejemplos una pasión innata, heredada de quién sabe qué tatarabuelo venido de allende el mar, por la mesura, la observación exacta y la parquedad del léxico; antes bien, cabe suponer que ese lenguaje desprovisto de ornamentos y divagaciones subjetivas constituye un hábito adquirido, fruto de la autodisciplina, a la cual se habría sometido el narrador consciente de ciertos peligros inherentes al tropicalismo, hasta convertirla en una como “segunda naturaleza” y parte integrante de su ser.
Sea como fuere, se ha descubierto en el propio corazón del trópico y para asombro de quienes creen tener que asimilar las nuevas tendencias de la novela francesa, un objetivismo de pura cepa que, si bien salió de una raíz distinta, resiste la comparación con el de un Robbe-Grillet. Guardémonos, sin embargo, de recaer en la obsesión europeizante al hablar del realismo de García Márquez (empleando el término en su acepción cabal, derivado de res, la cosa) , o sea de un fenómeno de raigambre autóctona, afín a la minuciosidad y exactitud del relato, observables en las novelas, desgraciadamente poco leídas hoy día, de su compatriota J. A. Osorio Lizarazo.
En efecto, no se me ocurre, por lo que respecta a ciertos rasgos predominantes en la obra del cuentista calentano, nada más adecuado que una comparación con aquel intrépido narrador de la tragedia del viejo oficial de imprenta que perdió su empleo, del burócrata de ínfima categoría y numerosa prole que vive de puro milagro, de la criada explotada que se mata trabajando al servicio de una familia, igualmente explotada, de la clase media, del frustrado agente viajero que, haciendo alarde de imaginarios talentos, lleva durante algún tiempo una existencia ficticia hasta sucumbir a la conspiración entre el medio hostil y su propia incapacidad, de la gente del hampa y del lumpenproletariat de extramuros, criado en la ladera del cerro, en fin de ese lado nocturno de Bogotá de los años veinte y treinta, cuyas recónditas negruras por un fugaz instante se tornaron rojas y candentes en la hoguera del nueve de abril de 1948.
Mas aquí también conviene hacer distinciones. Mientras en la prosa cruelmente desnuda y penetrante de Osorio Lizarazo palpita un tremendo patetismo que se nutre del encono tenaz, llevado a demoniacos extremos, falta en la de García Márquez la nota patética y se sustituye al pesimismo abismal del bogotano que en la evocación de la miseria humana y de todas las ignominias de la existencia se eleva al plano creativo, una suerte de estoica compostura, quizás no menos ejemplar, pero más inmune al apasionamiento y, por ende, más al tono del atemperado clima emotivo que caracteriza a las nuevas generaciones. Por añadidura, encarna García Márquez, en contraste con Osorio Lizarazo, cuyos asuntos predilectos, al igual que sus peculiarísimas estilísticas, revelan al hombre de tierra fría, saturado de la melancolía brumosa del altiplano, sumergido en el ambiente, medio conventual, medio burocrático de la ciudad de su infancia, al narrador de tierra caliente en el sentido específico que solemos atribuir a esa noción geográfica.
Las creaciones de García Márquez —parece una redundancia insistir en ello— no se conciben sin aquel fondo, y su perfil, más que su estilo que, como ya quedó dicho, difícilmente se acomoda a tales cánones, es el de un novelista nato del trópico. Lo es, no sólo en cuanto atañe al tema fundamental y a la sensibilidad peculiar, sino también físicamente. Si Balzac, cediendo a la pasión, tanto más entrañable cuanto menos correspondida que sentía por las finanzas, se empeña en informarnos meticulosamente sobre la situación económica de los protagonistas, el monto de sus rentas y la herencia que esperan recibir, García Márquez nos habla, primero que todo, del calor que hace dondequiera que se muevan sus personajes. Tanto es así que el calor, ora húmedo y como viscoso, ora sofocante y reseco, cual si fuera engendrado en un horno al rojo vivo, ocupa en sus cuentos el sitio del elemento omnipresente, inasible y siniestro que en las novelas de Faulkner —verbigracia en el atroz pandemonio de Sanctuary— representa el miedo. Archícaracterísticas son, por este respecto, las frases que a modo del leitmotiv acompañan el relato e imperceptiblemente ejercen sobre el lector una sugestión proporcional a su letal monotonía: “A las doce había empezado el calor”, “El pueblo flotaba en el calor”, “en algunas (casas) hacia tanto calor que sus habitantes almorzaban en el patio”, “el lunes amaneció tibio y sin lluvia”, “el sol calentó tarde” o “calentó temprano”: he aquí algunos ejemplos, recogidos al azar, de un sistema de referencias que, poco a poco, va adquiriendo las dimensiones de una patografía del hombre tropical y de sus distintos estados de ánimo. Para comprender al “coronel que no tiene quién le escriba”, tan importante resulta saber, en efecto, que en octubre, mes de lluvia, experimenta la sensación desapacible de albergar en el vientre un gusano que sigilosamente le roe las tripas, y sólo en diciembre, cuando brilla otra vez el sol en las calles, retorna a una visión más eufórica del mundo, como la circunstancia de que está esperando, desde hace años, la carta que le anuncie el reconocimiento de su pensión por servicios militares prestados en la guerra de los mil días. A todas luces, el arte narrativo de García Márquez se alimenta de una obsesión meteorológicobarométrica, manifiesta en la manera como aquel elemento cálido, húmedo, lúbrico' o vaporoso penetra el tejido permeable de la narración, llena el espacio vacío que se extiende entre los personajes, los rodea de una especie e aura atmosférica y así se convierte en el medio unitivo, propio para crear la densidad peculiar del relato que nos tiene cautivos desde el principio hasta el fin. De esta suerte logra el narrador, sin proponérselo ni recurrir a una fábula trabajosamente elaborada o al suspenso artificial, uno de los principales objetivos del cuentista: la fascinación del lector quien, viéndose a su vez atraído y absorbido por ese medio envolvente, pasa al estado de participación mágica en la substancia del cuento.
Con esto no quiero decir que a sus cuentos, por muy poco que “suceda” en ellos, les falte tensión; todo lo contrario, la palpamos hasta en una historia de la índole de Rosas artificiales, cuya materia narrativa se reduce a las tribulaciones de una niña que quiere ir a misa y no puede, porque, a última hora, se le atraviesa algún impedimento baladí. La tensión no está en los eventos, ni en los personajes, ni en el diálogo entre Mina que trata de ocultar un desengaño de amores, y una anciana ciega que con los ojos del espíritu lee en su alma perturbada, sino en una zona intermedia, preñada de vaguedades y de los silencios aún más asombrosos que el raro contraste entre la cruel insistencia de la vieja que pacientemente tantea hasta tocar el punto neurálgico, y la discreción en su manera sibilina de aludir al fruto de tan despiadado escrutinio. Percatándose de la sutil malicia, la ambigüedad, la naturaleza compleja y diferenciada de tales fenómenos que se esconden en apariencias de cotidiana simplicidad, el lector cree adivinar lo que realmente le importa al narrador y hasta dónde se apartan sus designos de los derroteros tradicionales de la novelística sudamericana.
Excepción hecha del singular y desconcertante Machado de Assis, cuyo Don Casmurro —rara avis de la segunda mitad del siglo diecinueve— constituye un hallazgo comparable a los más extraordinarios especímenes que en el género de la novela sicológica haya producido Europa, descollaba en la prosa narrativa de la América meridional, aun hace poco, el avasallador predominio de la Naturaleza, del paisaje, de los espacios inmensos. Lejos de quedar relegado al plano de una decoración de fondo o de un escenario en que se desarrollan los acontecimientos concebidos a modo de comédie humaine de trascendental y exclusiva importancia, se caracteriza el paisaje específico de la novela criolla, verbigracia en La vorágine de José Eustasio Rivera o en las obras de Rómulo Gallegos, por las manifestaciones de una vida autónoma e independiente que, como el Mar de Joseph Conrad, sigue su marcha sin inmutarse ni parar mientes en la dicha o los padecimientos del hombre, y eso al extremo de que hasta la crueldad, a veces aterradora, de los eventos recuerda la de los elementos, cuya hostilidad inescrutable vive y sufre el protagonista en carne propia, antes bien que los quintaesenciados tormentos de la nouvelle noire. De ahí que nos sea dable encontrar en la descripción del paisaje toda la polifacética e inagotable riqueza de matices que a menudo echamos de menos en la caracterización, un tanto esquemática o próxima al género heroico-sentimental, ele los personajes, a no ser que se retraten unas hembras de talle monumental que descienden en línea recta de la célebre doña Zoraida y, a su vez, parecen personificar acciones de la Naturaleza fascinante, traicionera e impasible. Si hacemos caso omiso de tales figuras, cuyos contornos trascienden las dimensiones humanas, el hombre extraviado en la inmensidad de los llanos orientales o en la verde penumbra de la selva da la impresión de ser apenas un epifenómeno, un apéndice, una pieza decorativa en la escena dominada por el Paisaje. La impresión no engaña, más aún, es particularmente significativa de una fase sicológica, mejor dicho, e una situación vital, en la cual todavía estaba inconcluso el proceso, iniciado' en la Conquista, de la penetración de los espacios continentales, y una multitud de fenómenos anímicos privativos del hombre se proyectaba sobre la Naturaleza. El resultado es lo que la sicología de profundidades define coma “pérdida del alma” o absorción de energías psíquicas que parecen aprisionadas en las cosas, y por ende, cierto apocamiento del ser humano que, a lo sumo, se rebela contra el medio ajeno y hostil sin mayores esperanzas de ganar la batalla.
A primera vista, parece que García Márquez no sólo continúa esa tradición novelística, sino que recurriendo a nuevos medios de expresión, incluso la lleva al apogeo en su modo de evocar la presencia física y feroz agresividad del calor, mas por alucinantes y corpóreamente tangibles se nos hagan las influencias climáticas en el relato, asistimos, al mismo tiempo, a un proceso de desencantamiento consciente del trópico. Ya no es la selva sumida en un misterioso claroscuro, es una miseria de nombre Macondo, la que constituye el marco de sus cuentos y, con su alcaldía, su iglesia parroquial, el altoparlante instalado en la torre del templo, un salón de billares, una pista de baile y una aglomeración de tejados de cinc, no se distingue en absoluto de otros Macondos, igualmente abandonados, fastidiosos y deprimentes, de la zona tórrida. Privado de sus exuberancias vegetales y riquezas cromáticas, el mundo tropical de García Márquez revela una aridez, una pobreza, una trivialidad incolora, manoseada, polvorienta e insoportable, pero con tal nitidez se dibuja el perfil del pueblo que su misma desnuda indigencia, vista por un ojo avizor comparable al objetivo de una cámara fotográfica, produce una sensación de extrañeza, a la vez cautivadora e inquietante. Y por señalar el aspecto más importante: en la medida en que el frondoso paisaje de la novela americana se reduce, como si lo hubieran podado con unas enormes cizallas de jardinero, a dimensiones más modestas y banales, va desplazándose la efigie humana del fondo al primer plano. En otras palabras, el narrador reconquista el terreno que había perdido el hombre en su secular lucha fronteriza con la Naturaleza y al espacio exterior, en cuyas inmensidades se disuelven los firmes contornos, se substituye una nueva dimensión, el plano por excelencia humano, propicio para el desarrollo de bien perfiladas individualidades. Presenciamos, pues, en los cuentos de García Márquez lo que podríamos interpretar como un proceso de humanización, guardándonos, claro está, de usar el término en el sentido un tanto vago y sentimental que a veces se le atribuye.
No es “el hombre” de los humanistas, son los hombres quienes importan y se le presentan a García Márquez en su realidad concreta e íntegra de seres caracterizados por una multitud de peculiaridades de orden histórico, social y sociológico, si bien conservan en un recóndito baluarte de su personalidad algo inefable, íntimo, enteramente suyo que no entra en esa compleja urdimbre de relaciones existenciales. Por lo pronto, es cierto, sólo distinguimos la silueta de Macondo, el pueblo de mala muerte, tal como lo traza el autor a grandes y escuetos rasgos de pluma, cuya audaz abreviatura contrasta con la abundancia de figuras y la descripción exacta e un microcosmos humano que revela estupendos conocimientos de hombres, cosas, condiciones. El rico de la comarca, dueño de una fortuna que se debe a oscuros compromisos con las fuerzas imperantes, el representante del poder político—militar, personificado por un sargento que ejerce facultades de dictador en miniatura, el cura que desde su silla colocada delante de la casa parroquial vigila a sus feligreses y toma nota de quiénes concurren a ver una película calificada de inmoral, el tendero turco, el médico, el abogado, los oficiales de sastrería que clandestinamente reparten hojas volantes, arriesgando que la policía los acribille a balazos, una atrabiliaria y acaudalada solterona, las prostitutas, los culebreros, los yerbateros, el ladrón, cada cual representa un tipo social determinado sin dejar de exhibir algún rasgo inconfundible que lo define como individuo, ser de carne y hueso, singular criatura y habitante de su propio mundo ajeno a las abstracciones sociológicas. Para García Márquez, la individualidad es lo que por ella se entiende, partiendo de la acepción literal del término: el hombre tal cual, algo indiviso e irreductible, una totalidad, quizá modesta, pero no por eso menos invulnerable, y el hombre que en medio del ajetreo de la vida cotidiana, de las multitudes aglomeradas en la plaza de mercado, de la familiar e insípida palabrería de comadres y compadres de golpe descubre que está solo, solo con su destino, su enfermedad, su infortunio y su muerte.
Luego de haberse librado de la supremacía del paisaje, el narrador arriesgaba que la recién conquistada libertad se convirtiera en una nueva servidumbre y el hombre que antes había quedado a merced de la Naturaleza y de las influencias del espacio, acabara identificándose con su función social, más exactamente con el estado en que se encontraba la sociedad en esa misma época. Tendríamos entonces, puesto que las condiciones sociales en que viven sus personajes predilectos dejan mucho que desear, una como segunda edición de la “novela de pobres”, lo que, al fin y al cabo, no sería en absoluto criticable, pero tampoco constituiría un hallazgo. Ahora bien, lo nuevo en la obra de García Márquez es atribuible a su manera de evocar, sin retoques ni ambages, una miseria cuyas raíces llegan hasta profundidades inaccesibles a los habituales procedimientos de sondeo. Ahí está, por ejemplo, el caso del “coronel que no tiene quién le escriba”. Basta haberlo visto raspar cuidadosamente la costra del tarro de café, para saber que se trata de un viejo tan pobre como aquellos fabulosos ancianos balzaquianos que vegetan en buhardillas y hediondas pensiones, o como el protagonista de La casa de vecindad de Osorio Lizarazo después de haber quedado cesante. No importa desde qué ángulo se enfoque la condición del coronel y de su asmática cónyuge, siempre tropezaremos con un estado de pobreza que va pegado a su existencia como el caracol a su concha. Mas aun cuando hayamos comprobado que, desde la primera hasta la última página, el viejo sigue atando cabos y saltando matones, anclamos lejos de conocerlo, y poco sabemos de la situación abismal del sufrido personaje, mientras ignoremos que su suerte pende de un hilo, o sea de la probabilidad infinitesimal de que en la capital, a setecientos kilómetros de distancia, un pequeño empleado del Ministerio de Guerra por casualidad encuentre, entre miles de asuntos pendientes, el memorial en que el coronel reivindicó, años ha, su pensión de veterano, y luego lo pase a sus superiores en donde quedará el legajo como en la mano de Dios Padre. Lo curioso es que el viejo, por muy terco que fuese en el fondo del corazón sabe a qué atenerse o, si no lo supiera, debiera saberlo, ya que su cara mitad no se cansa de demostrarle, con argumentos de peso, la vanidad de su esperanza. Sin embargo, mi coronel va todos los días a la oficina de correos a reclamar la carta que nunca llega... Desde el instante en que el administrador, alzándose de hombros, le contesta que no hay nada, hasta el olía siguiente, cuando se repite la escena, pasa un largo rato que debe ser aprovechado e algún modo. El protagonista lo aprovecha, criando un gallo de riña que, si gana —¡y cómo no ha de ganar!— lo sacará de sus apuros.
Resalta en este detalle un aspecto de la visión del inundo de García Márquez que va más allá de la sequedad realista del relato condimentado con uno que otro grano de feroz humorismo: la propensión a lo grotesco, en la cual se esconde su modo, nada pretencioso, si bien personalísimo, de acercarse al lado trágico ele la existencia humana. El gallo, cuya imagen va arrimándose, poco a poco, al sitio que ocupaba en la conciencia de su dueño la carta vanamente esperada, parece un animal corno cualquier otro, pero en realidad es una quimera, un monstruo insaciable, la emplumada encarnación del anhelo que, compitiendo con el gusano en las entrañas del coronel, le devora el alma.
En el fondo, los protagonistas de casi todos los cuentos de García Márquez se parecen al coronel. Lo que, para él, es el fantasmagórico gallo de pelea, lo significan para el ebanista Baltazar la jaula de turpiales, “la jaula más bella ele¡ mundo”, culminación de las añoranzas de toda una vida y presunta fuente de fabulosas ganancias, o para Dámaso el contenido de la caja en el salón ele billares de don Roque. Los representantes del sexo masculino se caracterizan, con muy pocas excepciones, por su ilimitada capacidad de forjarse ilusiones que les permite construir, a espaldas de la desapacible realidad de Macondo, un mundo quimérico, en donde, escabulléndose a sus cónyuges, buscan refugio, ansiosos de quemar incienso ante un ídolo fabricado con la delicadísima ma, terna del ensueño. Hay algo fugaz, escurridizo, caprichoso e inasible en ese mundo de los varones gobernado por la gama, si bien contrasta la falta de perseverancia con el tenaz empeño en agarrarse, sin hacer caso de los comentarios críticos de la conciencia diurna, a las faldas de la voluble diosa Fortuna. He aquí un desplazamiento del centro de gravedad de la esfera masculina a la femenina, suerte de trastrueque de papeles en que se complace el narrador.
La inconstancia, el capricho, la fantasía, la debilidad, el desconocimiento de las férreas leyes que rigen el mundo y el hábito de prestar oído a las efímeras sugerencias del instante, en fin, todas las virtudes y flaquezas que, desde tiempos inmemoriales, suelen atribuirse en la sociedad de cuño patriarcal a la mujer, ahí se proyectan sobre el hombre. En cambio, las mujeres de García Márquez son portavoces de la cordura, almas de buen temple, cuya fuerza reside, precisamente, en la circunstancia de que, privadas del don de deslizarse a fantásticas regiones, sólo conocen un mundo —su Macondo— y se muestran capaces de desarrollar, incluso en las situaciones más precarias en que las meten las locuras de sus maridos, amantes e hijos, aquella notabilísima inventiva y presencia de ánimo, preciadas por el conde Hermann Keyserling en su Viaje a través del Tiempo: “...las mujeres refugiadas en su naturaleza no pierden la confianza en el porvenir ni siquiera durante las catástrofes más atroces; que para decirlo con palabras de Alfred Weber, 'parlamentan' con el destino más espantoso, con lo cual logran realmente aplacarlo”, dice el ilustre filósofo amateur, cual si hubiera conocido a las macondanas.
De esta suerte, el hombre atraído a la órbita de una fuerza superior, más concordante con las adversidades de la vida, se encuentra en un estado de dependencia emocional del otro sexo, cuyas representantes, parecidas a las soberanas de un matriarcado venido a menos, le imprimen al medio trivial de Macondo cierto sello de arcaica grandeza. Tal es el caso de la esposa del coronel que, físicamente, parece una osamenta revestida de piel, mas en su complexión reseca como un haz de leña conserva la brasa de un temperamento irascible, sale invicta de los espasmos del asma, no llora ni cuando le matan al hijo, y haciendo ocasionales despliegues de macabro buen humor, se defiende de las infamias del destino. A veces siente unas ganas casi irresistibles de matar al monstruo de gallo, pero en el último momento sabe frenar su impulso, sea por estar convencida de que su marido lo tiene por algo que no se come, una especie de ente mitológico o animal sagrado, cuya suerte se halla misteriosamente enlazada con la suya, sea porque ama al coronel con el amor profundo, secreto e indulgente que a los mayores les inspira un niño absorto en sus juegos.
Del mismo talante es la modesta heroína de La siesta del martes. De muy lejos llega al pueblo ahogado en el calor de mediodía como en un crisol de plomo derretido, a visitar la tumba de su hijo que cayó fulminado de un balazo, cuando trataba de forzar la puerta de doña Rebeca. En la monosilábica conversación con el cura a quien pide las llaves del cementerio, va surgiendo paulatinamente de la anonimidad la silueta de una mujer del pueblo rodeada de un aura de dignidad invulnerable e imbuida de la convicción de que su hijo, no importa lo que piense y diga el mundo, “era un hombre bueno”. La historia termina en el instante en que la mujer, luego de haber llenado los requisitos y recibido las llaves, sale con su hijita de la penumbra protectora del despacha parroquial a la calle. Entretanto, se ha divulgado en la aldea la sensacional noticia de su llegada, las comadres, ávidas de ver pasar a la madre del ladrón, se asoman a las ventanas, y el camino al camposanto será una viacrucis, mas aun así, no hay arma capaz de atravesar esa coraza de silencio, resignación y secular estoicismo.
Habrá quien encuentre un tanto abrupto el final, e incluso se sentirá defraudado en su candorosa esperanza de presenciar quién sabe qué evento propio para cerrar el relato, conforme a inveterados moldes, “con broche de oro”. En efecto, los cuentos de García Márquez habrán de parecer extrañamente fragmentarios y dejarán perplejos a muchos lectores que, confiando en pisar tierra firme por dondequiera que vayan, dan un paso tras otro hasta quedar, de repente, con un pie en el aire. Allende la zona habitada de Macondo bosteza el vacío. La honradez del autor no le permite disimular su metafísica incertidumbre, recurriendo a fáciles consuelos, ni llenar la laguna con los habituales sucedáneos de la perdida integridad del ser. Lo “fragmentario”, lejos de ser imputable como, pongamos por caso, en El hombre sin cualidades de Musil, a la trágica discrepancia entre la magnitud del proyecto y las posibilidades de llevarlo a cabo, en Gabriel García Márquez forma parte de su visión de un mundo inconcluso.
Eco. Revista de la Cultura de Occidente.
Bogotá, tomo vii/4, agosto, 1963, N° 40, pp. 273—293.
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