Su linaje venía de Bethábara, en el país de
los Gadarenos. Tenía las barbas negras y pobladas como una lluvia, bajo unos
ojos ingenuos de animal, y entre los nombres innumerables el suyo era Barrabás.
Conocía los libros sagrados, era caritativo y
respetuoso, guardaba el sábado y sabía que Jehová era terrible y poseía una
muchedumbre de manos y en la punta de cada dedo un castigo.
Era el mediodía. Un viento perezoso se
derramaba sobre el patio y desbordaba entre las rejas del calabozo. El aire
estaba aplastado de un olor indefinible y molesto.
Había allí gran cantidad de gentes hacinadas,
ladrones, prostitutas, vagos, uno que otro perro de lanas lagañoso, y un
soldado con armas que hacía la guardia caminando de un extremo a otro con
rapidez, tal como si se propusiese dejar plegada una distancia muy larga.
En una vuelta lo enfocó con los ojos: entre
las barbas le resaltaba la piel pálida como el agua sobre las piedras. A la
mirada siguió la interrogación.
—¿Yo? Barrabás…
—¿Barrabás?… ¡Ah! Sí. El asesino. ¿Sabes? Te
van a matar.
—Sí. Ya lo sé, respondió con indiferencia por
decir algo, callando para contemplarse con abstraimiento las uñas largas y
sucias. El guardia continuó su paseo.
Al volver a pasar junto a él, continuando en
su posición, le preguntó:
—Oye, ¿cómo que dijiste algo de matarme? ¿Ah?
—Sí. Te crucificarán. Ya está dicho.
El otro siguió en su vuelta monótona y
Barrabás tornó a meterse aquella mirada torpe en el hueco de las manos.
Pasado un rato volvió a llamar al guardia.
—Mira. ¿Sabes acaso a quién he matado?
—Sí. Al hijo de Jahel. Le diste de puñaladas.
—El hijo de Jahel… ¿Es todo?
—No. También apareces complicado en el motín.
—En el motín… ¡Ah! Bueno… Espera. Mira. No te
vayas. ¿Sabes? Todo eso que has dicho es mentira, todo, todo. Pero ¿me matarán
de todos modos? Claro. Me matarán. ¡Pst!… ¡Entonces…!
—Entonces, ¿qué? Piensas acaso hacerte el
inocente. Es inútil. Jahel lo ha dicho todo. Venías en la gran nube de gritos
de los del motín y cuando los soldados los sorprendieron en la calle, tú, para
salvarte, te entraste en la casa de ella por la ventana. Lo demás lo sabes
mejor que yo.
Barrabás permaneció callado. Al cabo de un
instante, como bajo el imperio de una idea súbita, dijo:
—Oye… Todo eso es mentira ¿sabes? No es
necesario. Ya sucedió. Bueno. Pero te lo voy a contar para… ¿Tienes hijos?
Bueno. Pues para eso. Para que un día se lo cuentes a ellos cuando no recuerdes
nada mejor. No conozco a Jahel, ni conocí a su hijo, ni sé la cara que les
modeló Jehová y esto es cierto como una vida. Una noche, había tanta luna que
parecía un día convaleciente, venía yo por las calles, caminando, como hacen
los hombres cuando no tienen que hacer. ¡También los comerciantes! Cuando de
pronto, siento desembocar en una esquina una turba de hombres con armas y
gritos corriendo a todo correr. Venían sobre mí como un manicomio suelto.
¿Nunca te ha pasado eso, guardia?
—No mientas, era el motín y tú venías con él.
—No miento. Venían sobre mí. Además lo que
uno cree, es como si efectivamente fuese, o quizás más. Te digo, pues, que
venían sobre mí y yo me eché a huir. Corrían como cosas, no como hombres
¿sabes? no se fijaban en mí, ni gritaban mi nombre, entonces comprendí que si
me alcanzaban habría de perecer bajo la lluvia de sus pies. Había una ventana
abierta y me tiré por ella como una piedra. Di vueltas sobre un lecho y caí en
un rincón. El que dormía se despertó dando voces de alarma.
Tú
sabes, el que viene hace rato en la oscuridad ve; el que despierta no ve. Yo
veía como desde otra cama se alzaba también una sombra y cómo las dos se
enlazaron y lucharon furiosamente. Desde mi rincón yo comprendía que me buscaban
a mí. Cayeron al suelo: una arriba, una debajo. Y la de abajo dio un sólo grito
y se quedó callada. Desde mi rincón yo comprendía que la de abajo había ocupado
mi lugar. Al grito vinieron las gentes y las luces y me encontraron a mí
delante de una mujer desgreñada y temblorosa y en medio de los dos un hombre
con un cuchillo de través en el pecho.
Y la
mujer comenzó a dar alaridos y a decir: “Mi hijo. ¡Mi hijo mío! ¡Me lo
mataron!”; mientras se restregaba sobre él besándole y manchándose de sangre.
Entre
sus voces me veía con odio y exclamaba: “El asesino. Ahí está. Llévenselo. ¡Me
lo ha matado! ¡El asesino!” Y todos me veían con los ojos vidriados de odio,
pero yo no comprendía.
Aquello
era demasiado extraordinario y violento; empecé a sentir lástima por aquella
mujer que había matado su carne, y pensaba en la inutilidad de aquellos gritos,
porque la muerte es un viaje y al que se va no hay modo de detenerlo porque se
va quedándose. Cuando vine a saber de mí y a regresar de aquella gran sorpresa,
me llevaban por la calle atado entre el odio de las gentes. Desde entonces
estoy en la cárcel.
Barrabás calló, viéndose las uñas con su
gesto habitual. El carcelero cortó el silencio.
—¿Por qué no dijiste eso a los jueces?
—No me lo preguntaron.
—El murmullo de las conversaciones de todas
las gentes amontonadas en el calabozo se hacía denso como un coro. El viento
sacaba un ruido de agua de los árboles del patio. El carcelero había quedado en
cuclillas delante del preso.
De pronto Barrabás tomándolo por un brazo le
preguntó con ansiedad, casi con angustia:
—¡Oye! ¿A quién se crucifica?
—A los que han cometido un delito.
—¿Únicamente?
—Únicamente.
—A mí ¿me van a crucificar?
—Sí.
—¡No puede ser! ¿Qué delito he cometido?
El guardia quedó confuso no hallando
respuesta. En lo áspero de su inteligencia comprendía que aquella pregunta
encerraba algo transcendental. Con movimientos mecánicos comenzó a acariciarse
la barba como un autómata.
Repentinamente se le iluminó el rostro como
si hubiese hecho un hallazgo.
—Barrabás. Has cometido un delito. Tu muerte
está justificada. Es un delito grave.
—¿Estás loco? Cuál…
—Uno que hay que castigar muy duramente.
—¿Cuál?
—El delito de callar.
—¿Callar?
—Sí. Sabías la verdad y la enterraste dentro
de tu boca.
El carcelero se levantó con aire satisfecho,
era el hombre justificado, y continuó su paseo tedioso y lento, lento y
abrumado, sin fijarse en la expresión abstraída del rostro del prisionero que
declamaba como una letanía a media voz:
—¡El delito de callar…!
—¿No estabas muerto?, parecía que de la voz
de la mujer salía aquel tono violeta del cielo. ¿No te habían matado?
Y le corría las manos, como modelándolo por
todo el contorno de la figura.
—Barrabás, mi hombre, dime ¿es que me he
muerto yo también y estoy viendo las sombras, o es cierto que estás, en tu voz
y en tu sangre, delante de mí?
El hombre, tomándole la cabeza con las manos
le respondió:
—Estoy metido en un gran asombro, y no creo
estar vivo porque así debe ser la confusión de la muerte. ¿Crees que vivo?
—Sí. Ahora siento la seguridad. ¿Por qué no
habrías de estarlo? Vives y te veo.
—Tú lo dices. Debe ser así.
Pero Barrabás era ingenuo y alegre y ahora
estaba triste; era dulce y despreocupado y estaba torvo; era indiferente y en
el rostro se le inmovilizaba la obsesión.
—Mujer, ¿lo habías oído decir alguna vez? La
verdad es un delito. Un delito horrendo. ¿Sabes?
—Estás delirando. ¿Qué te pasa?
Barrabás calló, dejándose posar la mirada
sobre el borde de las uñas mugrientas y salvajes, como era su costumbre.
—Yo estaba preso, ¿sabes?
—Sí.
—Y me iban a crucificar.
—¡Jehová te ha salvado, mi hombre!
—¡No! Es falso. No me ha salvado Jehová. Me
salvó un delito.
—¿Cuál? ¿El tuyo? Estás loco…
—No, el de otro. Pero cállate. No me
interrumpas.
El hombre quedó en silencio un rato como
ordenando sus ideas y luego prosiguió en su conversación con la lentitud de
quien va sembrando.
—Me iban a crucificar. Pero, sabes, cuando
llega la Pascua se acostumbra soltarle un preso al pueblo. El que él quiera.
Escogen a dos para que el pueblo elija a uno de entre ellos. Yo fui uno de los
llamados. Pero no tenía esperanza. Tenía sobre mí un gran crimen. —La mujer le
interrumpió:
—Sí, habías muerto al hijo de Jahel.
—No, no era ese mi crimen. Mi crimen era
otro. Otro que no comprendo: callar. Me lo dijo el carcelero. Me dijo también
que era horrible y sin perdón. Callar. Esto parece absurdo ¿verdad? Pues no, no
lo es. Esto es diáfano, esto se explica; absurdo fue lo otro, inexplicable,
como un sol a media noche.
Y Barrabás quedó en silencio por un momento
como si las palabras se le hubiesen despeñado en un abismo.
—Sabes, vino a buscarme el carcelero, el
mismo con quien había hablado antes, y me llevó por los corredores, vestido con
el ruido de mis cadenas. En el camino me dijo:
—¿Tienes
esperanza o no?
Yo
le respondí:
—No
sé. ¿Sabes quién es el otro?
—Sí,
me han dicho que se llama Jesús. Creo que es un maniático.
Delante
del Pretorio se había derramado el pueblo, y el pueblo me veía, y veía al gobernador,
oloroso de flores, y al otro reo. El otro reo era un pobre hombre flaco, con
aspecto humilde, y con unos grandes ojos que le cogían media cara.
El
Gobernador interrogó al pueblo: “¿Cuál de los dos queréis que os suelte?” y yo
sentía dentro de mí cómo se me desbocaba el corazón de angustia. Pero entonces
empezaron todos a dar grandes voces: “A Barrabás. A Barrabás” como un mar que
hablase.
Yo
sentí emoción. Toda aquella gente me aclamaba y me conocía. Pero al volverme vi
el rostro del otro prisionero que estaba humillado como si los gritos lo
apedreasen y empecé a sentir lástima, porque pensé que en el martirio aquel
hombre sufriría más que yo.
Como
el carcelero estaba a mi lado, pude decirle al oído:
—Este
¿es Jesús?
—Sí.
—Su
crimen debe haber sido mucho más grande que el mío. ¿De qué se le acusa?
—Desprecia
las leyes de César. Promete hacer cosas sobrenaturales. Es un gran vanidoso. Asegura
que él sólo dice la verdad.
—¿Es
eso un delito?
—Un
gran delito.
El
guardia no dijo más, pero dentro de mí, como un viento, se metió este asombro.
No sé si he soñado, si estoy muerto, o si es mi sangre y mi voz la que te
habla.
Igual
que al través de una tiniebla vi al gobernador que se lavaba las manos en un
jarro, como hacen los hombres después que han comido.
Me
soltaron las cadenas, y caí entre aquella resaca de gentes como un madero.
Y ahora mujer, quiero que me digas. ¿Lo
habías oído decir alguna vez? ¿Es que las palabras pueden echar puñados de
confusión sobre la vida? ¿Habías oído alguna vez cosa semejante?
Sin esperar respuesta salió al camino que se
hundía en los ojos de la mujer. El cielo estaba sembrado de violetas y Barrabás
se destacaba en su fondo como un bloque de piedra desbastado a hachazos.
Del libro: Barrabás y otros relatos (Lit. y
Tip. Vargas, 1928
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